martes, 31 de enero de 2023

CORONEL BLIMP (1943), de Michael Powell y Emeric Pressburger

 

Ser condecorado con la Cruz Victoria no está al alcance de cualquiera. Quizá sea el momento de echar la vista atrás y darse cuenta de todas las cosas que se han hecho bien y también de algunas que se han hecho mal. Al fin y al cabo, en la vida de un militar no todo son luces. Hay sombras bien ganadas. E, incluso, alguna que otra amistad imposible que se va cruzando a lo largo del tiempo pasando de la simpatía a la lejanía y luego a la experiencia que da, sobre todo, la guerra. Y, de alguna manera, siempre hay una mujer, o dos, o tres que, bajo el mismo rostro, deja algo más de mella que las muescas de una espada. En esa Cruz que se otorga a un hombre que ha dado su vida al ejército, hay muchas historias de honor y de lealtad que, a lo mejor, no se cuentan. Hay otra cruz en el interior de cada uno. Y no siempre es una condecoración.

Puede que, en algunos momentos, lleguemos a creer que estamos ante una sucesión de estereotipos castrenses en la figura de ese coronel que, tal vez, crea demasiado en la vida militar. La sátira está presente en la historia y, sin duda, ese honrado oficial parece moverse siempre dentro de unos códigos de conducta que, en el fondo, están bastante obsoletos. Incluso un simple soldado se lo debe explicar al Mayor General Clive Wynne-Candy. Ya no hay caballerosidad en la guerra, si es que alguna vez la hubo. Los nazis no se van a atener a honores, deferencias y respetos. No respetan nada. No son nada. Y, sin embargo, van a cogerlo todo. Ya no es la guerra ajustándose a las reglas de un duelo. Es la muerte sin compasión. Es arrasarlo todo hasta quemarlo. Es no dejar huella de humanidad. Y Wynne-Candy no acaba de entenderlo porque no entra dentro de sus rígidas moralidades impuestas a través de tantos años de servicio. El pecado de ese oficial que ha ido ascendiendo en el escalafón es que no ha sido capaz de dejar atrás su pretendida superioridad moral.

Michael Powell y Emeric Pressburger, los míticos Arqueros del cine, realizaron esta película con auténtica pasión, con interpretaciones maravillosas de Roger Livesey y Anton Walbrook, un actor tan elegante que el silencio parece inclinarse, y, por supuesto, Deborah Kerr por partida triple, encarnando tres visiones de la mujer en el Reino Unido en distintas generaciones. El resultado es una película que, a pesar de su duración, no se hace aburrida en ningún momento y en la que se habla con valentía y honestidad del fin de una época que tampoco tenía nada de heroica, pero que era indudablemente mejor y más aceptable que una guerra mundial propiciada por un loco y al que había que hacerle frente por obligación después de dejar que se hiciera grande. Winston Churchill abominó de esta película porque creía que no contribuía en nada al esfuerzo de guerra. Sin embargo, con ese retrato arcaico del militar inglés, muchos se dieron cuenta de que era necesario acudir a las trincheras y derramar toda esa sangre, todo ese sudor y todas esas lágrimas. Con condecoración o sin ella.

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