William Friedkin era un
individualista que ni siquiera se reconocía dentro de la corriente a la que
pertenecía por edad, afinidad y temática. Renegaba de su responsabilidad dentro
de la “Nueva generación” del cine americano, aunque, por supuesto, era amigo de
todo el resto de integrantes. Llegó incluso a ser socio de Peter Bogdanovich y
de Francis Ford Coppola. “Eran una panda
de niños pijos que tenían suficiente dinero de sus padres para estudiar cine en
la Universidad. Yo no fui porque no tenía medios”. Sin embargo, su
irrupción en el mundo del cine fue rompedora, deseosa de hacer cine
independiente con producciones de presupuesto muy bajo y limitada distribución.
Después de un corto
periplo televisivo, Friedkin se lanza a la dirección cinematográfica con Buenos tiempos, un vehículo a la medida
de Cher y de Sonny Bono en el que, simplemente, Friedkin coloca la cámara
enfrente de ellos mientras los dos cantantes se afanan en parodiar diálogos de
clásicos del cine. En su prolongado período de experimentación, se lanza a
adaptar a Harold Pinter en The birthday
party, apenas una pieza teatral filmada en la que se nota que Friedkin
quiere estar muy cerca de los actores para ofrecer una panorámica de un juego
psicológico destructivo con Robert Shaw en el centro y que llama ciertamente la
atención. Eso le proporciona la oportunidad de cambiar diametralmente de
registro y adentrarse dentro de una comedia grotesca con tintes de realismo en La noche del escándalo Minsky, con Jason
Robards y Britt Ekland. Algo pasada de rosca y también cansina, Friedkin no da
con el tono de una historia que, en el fondo, pretende ser una reflexión sobre
el éxito. Su nombre comienza a sonar definitivamente con Los chicos de la banda, una película totalmente independiente sobre
una fiesta de gays para celebrar el cumpleaños de uno de ellos.
El tono rompedor de
esta última película es lo que hace que sea el candidato preferido para dirigir
el título que revolucionó el género policiaco con una mirada realista, sucia,
violenta y sin concesiones como French
Connection. Dirigida con pulso firme, absolutamente vigorosa y con una
puesta en escena brillante, con una de las persecuciones en coche más
trepidantes de la historia del cine, Friedkin consigue el Oscar a la mejor
dirección del año 1971 y arranca interpretaciones míticas al gran Gene Hackman,
a Roy Scheider o a nuestro Fernando Rey como uno de los traficantes de drogas
más refinados y escurridizos que han pasado por una pantalla.
El tremendo éxito de esta
película le proporciona la oportunidad de revolucionar otro género como el de
terror con la adaptación de la novela de William Peter Blatty El exorcista, con imágenes ciertamente
inquietantes, que inciden más en la tensión de insoportables momentos que en el
susto. La película vuelve a ser otro éxito sin precedentes y Friedkin decide
jugarse el todo por el todo en la siguiente película.
Con todos los medios a
su alcance, el director comienza a padecer ese síndrome tan común en algunos
realizadores de los años setenta que consistía en hacer cada vez más grande una
película que no necesitaba tanta dimensión. Adaptación del clásico imperecedero
de Henri Georges Clouzot El salario del
miedo, Friedkin rueda en color y con todo a su alcance Carga maldita, en escenarios naturales, poniendo en riesgo la vida
de los propios actores y llegando a querer rodar el inserto de un salpicadero
de camión trasladando a todo el equipo a la jungla de nuevo una vez acabado el
rodaje. El resultado es una película muy apreciable, pero sin el suspense que
caracterizó a la primera versión. En taquilla, naufraga estrepitosamente, con
un coste aproximado de veintidós millones de dólares y recaudando tan sólo seis
en todo el mundo. Cincuenta integrantes del equipo técnico tuvieron que ser
hospitalizados por gangrena o disentería, el propio Friedkin adelgazó
veintitrés kilos, rodó suficientes metros de película como para montar
tres…Friedkin comienza sonar como cineasta maldito.
Hasta aquí, sin
embargo, sí que se puede apreciar en su obra una preocupación por los complejos
comportamientos humanos que pueblan sus películas. Los dos detectives que
tienen que saltarse algunos procedimientos para agarrar el alijo y al
traficante, la desbocada posesión de una inocente niña a la que no se sabe cómo
curar, la unión de cuatro individuos que se odian mutuamente y que se ven
obligados a trabajar juntos en una condiciones francamente hostiles…todo ello
va conformando una cierta obsesión por ese tira y afloja que se produce entre
sus protagonistas, algo que, en el fondo, él también sentía en su conflictivo
interior.
Con mucha menos
confianza, rueda El mayor robo del siglo,
una historia de granujas y vividores que también se unen para perpetrar un robo
imposible, con un reparto solvente, pero sin estrellas, que incluye nombres
como Peter Falk, Allen Garfield, Peter Boyle, Warren Oates, Gena Rowlands y
Paul Sorvino. Nuevamente, es otro fracaso.
Dispuesto a sacudir
conciencias, dirige otro policíaco fuera de toda clasificación como A la caza, con Al Pacino en la piel de
un agente obligado a mimetizarse en entornos gays para cazar a un asesino en
serie. La película fue un sonado escándalo en su época, por la inclusión de
escenas subidas de tono en fiestas de discotecas de temática gay o, en opinión
de algunos críticos, la inclusión de un cierto mensaje de ultraderecha.
Friedkin demostró que no tenía miedo a nada y que, de nuevo, le daba un aire de
atornillamiento al comportamiento humano a través de la figura de ese policía
heterosexual que se interna en ambientes que le resultan totalmente ajenos para
acabar, finalmente, adaptándose.
Intenta probar de nuevo
suerte en la alta comedia con El contrato
del siglo, asegurándose la taquilla con una cabecera de cartel compuesta
por Chevy Chase, por entonces muy de moda, Gregory Hines y Sigourney Weaver. La
película es sosa, sin gracia, sin pulso, sin firmeza, sin risa y sin sentido.
Friedkin vuelve a estrellarse y comienza a ser un nombre maldito para los
productores. Se refugia durante unos años en la televisión, pero cuando vuelve,
lo hace con fuerza con un título ciertamente espectacular que demostraba que
seguía en plena forma. Vivir y morir en
Los Ángeles se halla en la estela de French
Connection con una serie de personajes que tienen una imagen buena y un
doblez no tan recomendable. La corrupción planea sobre la ciudad y, además,
cualquier día un disparo puede acabar con todo. Friedkin nos descubre actores
de nueva hornada como William Petersen y, sobre todo, ese antológico malvado
que crea Willem Dafoe en su primer papel importante.
A continuación, realiza
una película que fue masacrada por la crítica y que, sin embargo, si la
situamos convenientemente dentro de la estética trasnochada de los ochenta, no
resulta tan deleznable. Desbocado
trata sobre un fiscal que se emplea a fondo para conseguir la pena de muerte
para un asesino sin escrúpulos y éste se fuga de la prisión. Con Michael Biehn
como protagonista antes de de dar el salto con Terminator, la película es mejor de lo que parece y también plantea
serios conflictos morales y éticos de difícil resolución en ese bosque de
sentimientos contradictorios que es cualquier hombre.
Vuelve al género de
terror con La tutora, que resulta
casi un islote en su filmografía porque, a pesar de ser un director que ha
prestado especial cuidado a sus acabados formales, es tan plana que parece más
un telefilm que una película. Necesitado de dinero porque hace tiempo que no
consigue un éxito, acepta dirigir un título de encargo como Ganar de cualquier manera, introducción
en el cine del jugador de baloncesto Shaquille O´Neal con Nick Nolte y Mary
McDonnell llevando la parte dramática. Aún así, no deja de plantear alguna
reflexión sobre la ética en el deporte y sobre el límite de algunas reglas.
El thriller erótico también pasa por sus manos con una película que
tuvo cierto éxito aunque también malas críticas como Jade, aupada por el éxito sensual que tenía en aquella época su
protagonista Linda Fiorentino y la garantía interpretativa que suponía Chazz
Palmintieri. Es una película aceptable de la que se recuerda, sobre todo, el
enfado de Friedkin hacia la crítica en general, a la que no conseguía ganarse
con ninguna de sus películas recientes.
Algo mejor anduvo Las reglas de compromiso, con Samuel L.
Jackson, Guy Pearce, Tommy Lee Jones y Ben Kingsley, una excelente película que
también habla sobre los límites y las creencias, sobre la conveniencia de
actuar o de esperar y sobre la delgada línea que separa la honestidad de la más
absoluta de las maldades. Una buena película, del género procesal, en la que
Friedkin vuelve a demostrar el mimo que pone en los intérpretes.
Repite con Tommy Lee
Jones añadiendo al reparto a Benicio del Toro con la apreciable The hunted (La presa), sobre la
inversión de papeles de cazador y objetivo y, también, sobre los límites
mentales en un monstruoso entrenamiento militar. Se interna en terrenos de
psicología con la extraña Insectos tratando
de dar un papel a Ashley Judd que le permita ganar prestigio. Y su penúltima
película resulta ser una bofetada desagradable de cierta calidad con Killer Joe, con un excelente Matthew
McConaughey tratando de acabar con su familia en un juego dual de consecuencias
imprevisibles.
Su último intento tras
las cámaras, subida en la aureola de haber sido el director que dirigió El exorcista, fue un documental con el
nombre The devil and father Amorth,
siguiendo rituales y vida de un auténtico exorcista reconocido por la iglesia
católica. Una película minoritaria y con escasa repercusión que no ha sido
estrenada en muchos países.
Conquistador por naturaleza y casándose con bellezas como Jeanne Moreau, Lesley Ann Down o Sherry Lansing, Friedkin destacó por su vehemencia en algunas de sus afirmaciones. Es famosa aquella entrevista que le hace el realizador Nicolas Winding Refn en la que éste defiende su película Sólo Dios perdona mientras Friedkin pide un ambulancia para su interlocutor. No se puede negar que, a pesar de sus vaivenes, sus arribas y sus abajos, Friedkin fue un realizador coherente, un profundo investigador de la complejidad de los actos y reacciones humanos, a menudo tan incomprensibles. Mientras tanto, en nuestra memoria, se quedarán siempre escenas como la de aquel francés que no dudó en subir y bajar de un metro mientras jugaba con las puertas para despistar al terco policía que no dudaba en pasar por encima del cadáver de cualquiera con tal de llegar a detener a los que ensuciaban una ciudad condenada a colocarse con las drogas.
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