viernes, 22 de septiembre de 2023

UNA HISTORIA INMORTAL (1969), de Orson Welles

 

El señor Clay quiere recrear una historia para espantar la soledad. Es un cuento que escuchó en sus años de marinería perdida en el desierto de océano. En su enorme voluminosidad, el señor Clay lleva impregnada la sal de muchas olas estampadas en el rostro, de muchas horas horadando la piel, de mucha nada después de tanto esfuerzo. Ya es un hombre rico y desea terminar una historia que escuchó en muchos puertos, aquí y allá, a lo largo y ancho del mundo, pero de la que nunca supo el desenlace. Recluta a un marinero que está de paso en esa villa de falsa blancura y quiere que esa historia se termine por la misma inercia de sus personalidades. Al fondo, Karen Blixen-Isak Dinesen. En primer plano, Orson Welles.

Con apenas medios, Welles se aventuró a hacer de Chinchón un pueblo pesquero, al borde del mar mientras se enfundaba en el personaje de Charles Clay, un hombre rico y abrumadoramente solo. El señor Clay ignora que la única historia inmortal es aquella que no se cuenta, sólo se vive. Y él lo intuye, pero no lo sabe. No puede saber que esa historia inmortal que él desea terminar no se podrá contar porque es inmortal. La ha escuchado durante toda su vida y seguirá escuchando en los muelles de miles de puertos de todo el mundo mientras el agua golpea mansamente contra el malecón de sus recuerdos. Esa historia es todos los recuerdos que se han agrupado alrededor de esa isla que es su cuerpo. Y apenas puede entrever que no hay solución. Ni siquiera el dinero podrá arreglar esa angustia que él disfraza de despotismo. El pueblo es suyo. El tiempo es suyo. Y la soledad no se irá. Todo lo contrario. Se quedará para siempre en su rostro decepcionado, iluso, terco y amargado. Ella también formará parte de esa historia inmortal.

A pesar de ser concebida para la televisión, Una historia inmortal llegó a estrenarse en salas comerciales y se organizó una premiere mundial en el Festival de Berlín. Su duración, de apenas una hora, perjudicó su aprecio en taquilla puesto que el público llegó a considerarla una “rareza” de un autor que apenas tenía ya algo que decir. Sin embargo, la crítica sí que supo entrever sus valores porque esta película, más allá de su evidente falta de medios y de su vocación irremediablemente reflexiva, es un poema puesto en imágenes en donde se pone de manifiesto el miedo del retiro, la desolación de  un amor que ya no se puede vivir igual, la seguridad de que las mejores historias que se hayan podido narrar nunca, jamás han sido contadas. Cada hombre es una historia apasionante, llena de avatares y de pasiones, de frustraciones y de momentos álgidos. La inmortalidad, de alguna manera, habita dentro de todos nosotros porque rara vez hemos contado nuestra historia. Así, el tiempo comienza a perder su importancia. La belleza debe subsistir en todos nuestros recuerdos. Y los deseos no cumplidos pueden poseer tanta fuerza, precisamente, porque nunca se han hecho realidad.

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