Todo
judío que vivió en un campo de concentración lleva en su conciencia el pecado
de la supervivencia. Harry Haft, además de eso, sabe también que su vida se
debe a que sirvió de entretenimiento a la oficialidad mientras tumbaba en la
lona con sus puños a otros judíos que acababan muertos por el imperdonable
error de la derrota. Ahí curtió su carne y la dejó tan entumecida que llegó a
no sentir nada. Y no sólo por los golpes brutales que recibía o por la sangre
que derramaba. Su personalidad quedó marcada por el vacío, por la justificación
de que todo era necesario si quería seguir respirando.
Los años pasan y Haft
debe seguir luchando encima del cuadrilátero porque no se le da mal y porque
así es posible que su nombre llegue a los ojos y oídos de aquella que se llevó
su corazón. Siente que está viva y pelea por ella. Es lo que le mantiene en pie
cuando los martillos contrarios machacan sus cejas y sus pómulos. Sólo cuando
el tiempo pasa y consigue rehacer su vida en algo lejanamente parecido a la
felicidad es cuando comienzan las pesadillas sobre lo que tuvo que hacer, sobre
las existencias que aplastó y sobre unas heridas que nunca llegaron a cerrarse
del todo.
Barry Levinson,
director mítico de películas como Rain
man o La cortina de humo, ha
querido volver con fuerza después de un largo paréntesis de oscuridad repleto
de mediocridades. Se aprecia lo buen director que llegó a ser durante la
primera mitad de la película, con momentos realmente brillantes, bien llevados
y llenos de interés, pero en el mismo instante en el que el protagonista cuelga
los guantes y trata de encontrar un sendero normalizado a su devenir, la
historia cae en picado porque se agarra a un melodrama algo fácil, sin
demasiado gancho, con los puños caídos y con ideas mil veces vistas y
reconocibles. Sin embargo, hay un activo que consigue elevar toda la trama y es
el impecable trabajo que realiza Ben Foster en el papel protagonista. Con una
entrega muy destacable, Foster se presta a una transformación física
impresionante, que requiere algo más que el evidente maquillaje para esconder
su rostro. Entiende al personaje y lo dota de pausa, de sinrazón y de virtud,
de bondad y autocompasión. Él es la mejor razón para acudir al cine y dejarse invadir
por las inquietudes de este hombre que sobrevivió a base de pelear, sabiendo
que la rendición significaba algo más que una simple derrota.
Y es que no es fácil hacer elecciones todos los días cuando la propia vida está en juego. Harry Haft fue mirado y admirado, y también despreciado por acceder a pelear para solazar a unos cuantos portadores de la muerte. Él moría en cada combate porque sabía que, si vencía, otro perdería el derecho a vivir. Y peleó hasta más allá de sus propias fuerzas. Y, en libertad, lo volvió a hacer para que alguien, en algún lugar, supiera que él seguía en pie por mucho que estuviera deseando llegar al final de la cuenta de diez. Y Ben Foster cuenta con el respaldo de unos cuantos secundarios de cierta categoría como Danny de Vito, o los personajes bien acogidos y poco desarrollados de Peter Sarsgard, que cada vez se parece más a Jack Lemmon, y John Leguizamo. Los nudillos comienzan a pelarse de dolor en las manos del personaje de Foster y nosotros, simples mortales que asistimos a la tortura de sobrevivir, tenemos la impresión de que la cobardía es patrimonio exclusivo de los que tuvieron el rumbo ya marcado y el plato en la mesa. Un combate con Rocky Marciano no lo aguanta cualquiera. Quizá hubiera sido mejor tirar la toalla si no se tiene la seguridad de que todas las almas que han sufrido pueden llegar a la orilla de la última playa.
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