Poirot
ya no posee ningún interés en resolver ningún asesinato. Está disfrutando de
una placentera jubilación en una ciudad de ensueño y ha visto demasiada muerte
y mezquindad como para seguir desentrañando los misterios del alma humana. Sin
embargo, es un hombre al que le apasionan los retos y, tal vez, el elemento
sobrenatural sea lo suficientemente atractivo como para que descuelgue las
células grises y vuelva al arte de la deducción con su particular método de
observación y sorpresa. En un palacio cualquiera, en una larga noche, tratará
de resolver una muerte pasada y dos más de propina.
El detective belga ya
tiene más arrugas de las debidas y le cuesta menos abandonar su conciencia. Es
el inconveniente de la edad. Quizá la inteligencia sigue intacta, pero la
voluntad es más difícil de dominar cuando se creen ver cosas inexplicables, con
el agua como testigo, con la determinación como motor. Lo que parece, es, pero
todo tiene una explicación y tratará de encontrarla en las intrincadas
motivaciones humanas que todo lo ensucian, al igual que se enturbian
peligrosamente las aguas de los canales venecianos. Una tormenta lo propicia
todo. Y su escepticismo en una vida mejor mueve la resolución. Cuidado, los
secretos no viajan en góndola y habrá que descubrirlos con suma delicadeza.
Nadie es débil por elección. Nadie mata para olvidar.
No cabe duda de que
Kenneth Branagh ha apostado por una historia nueva, basada en una de las
novelas menos conocidas de Agatha Christie como es Las manzanas, en la que la insigne y maravillosa escritora ni
siquiera situó a Hércules Poirot como protagonista. La adaptación tiene una
cierta listeza y estamos ante un misterio que necesita mucho diálogo para
explicarse. Aún así, el actor y director irlandés pone en juego una serie de
interesantes recursos visuales en el marco de una ciudad a la que retrata con
pasión y optimismo durante el día para ofrecer su lado más tenebroso en las
horas en las que el sol se esconde. El resultado es una película pausada, con
una interpretación más comedida por su parte aunque también se tome alguna que
otra libertad que no se ajusta demasiado al detective ideado por la escritora.
Y, como es inevitable, hay que señalar que es infinitamente mejor que Asesinato en el Orient Express y
ligeramente más acertada que Muerte en el
Nilo. No obstante, gustará menos porque no contiene tanta acción al
coquetear con lo sobrenatural y con una serie de indicios que necesitan de la
siempre costosa aclaración.
Así que ahí tenemos a Poirot, en el borde mismo de la jubilación, necesitado de guardaespaldas para mantener a raya a las hordas de incombustibles clientes pidiendo una solución para sus misterios particulares, presumiendo de amistad con una escritora que no deja de ser la propia Agatha Christie y que se adentra en el territorio de lo desconocido para destapar fraudes y comprobar, una vez más, que el amor es el móvil más poderoso para el asesinato. No hay tantísima premeditación en el personaje porque es más descuidado, algo que, llevado en la dirección correcta, no es propio de ese hombre que un día amó y perdió, que ha resuelto cientos de casos imposibles y que trata de llevar algo de tranquilidad a un interior que hace tiempo que dejó de estar en paz. Venecia, sin duda, es una excelente medicina para curar esos males invisibles y torturantes, pero Hércules Poirot necesita algo más. Necesita mirar con la pregunta en los ojos y la curiosidad en los labios. Y, desde luego, para quien vio la versión de Asesinato en el Orient Express de Sidney Lumet, uno no deja de preguntarse si Albert Finney hubiera compuesto igual este personaje que parece al filo de la derrota y que está en la última estación para el olvido.
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