Cuando no hay nada
siempre hay que inventarse algo. En los barrios más miserables de un Tokyo que
intenta emerger de sus cenizas, unos cuantos personajes tratan de olvidar la
miseria en la que viven y, a través de la imaginación, intentan superar su
desgracia. No es fácil cuando el estómago ruge y el paisaje te remite a la
ruina y a la marginalidad. Sin embargo, algo hay en ese chico medio loco que
sueña con conducir un tranvía. Ese tranvía, naturalmente, cuando se mueve,
suena Dodes´ka-den, Dodes´ka-den,
Dodes´ka-den y él disfruta imaginando que algún día, en otro mundo, con
otro equilibrio, podrá conducir ese vehículo por las calles de Tokyo. Ese Tokyo
que agobia y aisla. Ese Tokyo que aplasta y arrasa. Ese Tokyo que no vive.
No es el único. Más
almas imaginan otra vida entre los escombros. Otro chico trabaja confeccionando
paupérrimas flores de papel mientras su tío, un inútil, le controla
dictatorialmente sólo para esconder sus propias carencias. A veces, las
personas, somos como los escombros. Llenamos la calle para ocultar todo lo que
hay debajo porque nos avergüenza. La verdad tiene esas cosas. En ocasiones, es
hiriente, implacable. Es como un espejo que nos dice a la cara que no valemos
para nada. Y entonces descolgamos el espejo, lo cubrimos de ladrillos, echamos
cemento y cal y miramos desafiantes al resto del mundo para que, con un rugido
de inferioridad, traslademos la idea de que somos inteligentes, válidos y
poderosos.
Por allí, en la otra
esquina, el silencio se ha adueñado de un hombre que no quiere hablar más
porque el amor le ha dicho que no. Le ha cerrado con la puerta en las narices y
cree que nadie quiere escuchar lo que él tiene que decir porque, en el fondo,
él ya se lo dijo a la persona que más amaba y lo que recibió fue indiferencia y
rechazo. Para eso, mejor callar. No emitir ni un sonido. Pasar de largo por ese
mundo destruido con tal de que nadie repare en su presencia. El silencio es
cómodo. Amar no lo es.
Dos amigos borrachos,
cubiertos de alcohol hasta las cejas porque no pueden aguantar más lo que les
rodea, deciden echar algo de sal en sus vidas realizando un intercambio de
parejas. Todo empieza como una broma, como una risotada de mal gusto y acaba
por ser una decisión firme para que, al día siguiente, la botella haya elevado
su fondo y puedan beber algo menos porque la vida les parezca sólo ligeramente
mejor. Una copa más. Una barrabasada más. Todo importa poco. Y menos aún, el
instante siguiente.
Por último, la fantasía
de un mendigo que vive con su hijo en un coche abandonado mientras sueña en la
fastuosa mansión que ambos tendrán algún día es lo suficientemente fuerte como
para hacer que ambos se mantengan vivos. Nuevamente, la imaginación. Una
especie de meta para alcanzar el día siguiente. Un intento de que ese coche se
mueva, igual que se mueve el tranvía para el loco. Aire entre ese olor a
cemento partido que parece dominar todas las esquinas.
Akira Kurosawa pintó un cuadro y lo llamó con un sonido. Y eso está al alcance de muy pocos.
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