Si
existe otra vida, la Iglesia Católica tendrá que responder ante Dios de los
pecados innombrables que ha permitido en su seno. La obsesión por mirar hacia
adentro sus propios problemas y esconderlos les ha hecho más daño que siglos de
Inquisición y barbarie en el nombre de Dios. Y la justicia humana debería haber
actuado hace ya tiempo, implacable y definitiva, poniendo fin a todos esos años
de abusos e impunidad, favorecidos por el característico aislamiento de las instituciones
religiosas. Y ellos mismos tendrían que haberse intervenido a sí mismos,
extirpando todas esas señales que apuntaban al sentido contrario del amor para
convertirse en la maldad más dura.
La ficción, esta vez,
ilustra una realidad que no se puede olvidar y es la connivencia con todas esas
barbaridades execrables cometidas con la superioridad del alzacuellos. Un caso
policíaco, atractivamente presentado, con el asesinato de dos jóvenes, uno en
Madrid y otro en Pamplona, da pie a descubrir que nada ha acabado, que, a
través de los años, ha habido muchos hombres a los que se debería haber cortado
la sotana, si está permitida la metáfora. El cine también sirve para esto. Lo
único que hay que hacer es decidir si la película es buena o no.
En esta ocasión, se
aprueba por los pelos y sin capón. La directora Belén Macías exhibe algunas
ideas visuales interesantes y peca de una cierta descompensación en el apartado
interpretativo de sus actores, lo que, por un lado, también se convierte en la
mayor virtud de la película. Sus protagonistas, Marta Nieto y José Coronado,
resultan flojos, sin fuerza. Ella, porque no acaba de darle profundidad
dramática a su personaje, a pesar de que tiene cancha para hacerlo. Él, porque
resulta fingido e intrascendente, haciendo de su caracterización algo
totalmente prescindible. Por otro lado, el plantel de secundarios que maneja
Macías es lo que más merece la pena de su película. La naturalidad de Luis
Callejo, la impresionante y breve aparición de Javier Godino, la adecuada contención
y acertadísima inclusión de Tomás del Estal y, por último, la extraordinaria
caracterización de Richard Sahagún componiendo el monstruo detrás de la
normalidad haciendo que también sintamos algo parecido a la compasión. Todo
ello es lo que salva una película que transmite cierto oficio y que tiene algún
que otro defecto que resulta difícil de olvidar.
Sin embargo, sí que es casi efectiva su denuncia, su malestar dentro de un asunto que se ha intentado tapar con desprestigio hacia las víctimas, con silencios mediáticos e, incluso, con la colaboración de algunos altos mandos policiales, algo que, por otra parte, lleva a la película a un callejón sin salida. Es válida porque se esfuerza en recordar que no debemos olvidar y que esto no debería repetirse nunca más y que los culpables deberían haber sido castigados con toda la fuerza de la ley y con toda la ira de Dios. Desde el momento en que la Iglesia ha querido arreglar sus problemas con retiros, destierros en destinos ignotos, callando bocas y dedos acusadores, con lo que les ha gustado siempre acusar, dejaron de actuar en el nombre de Dios y, por tanto, no tienen legitimidad como institución. Menos mal que, dentro de ella, también ha habido hombres de verdad, que no han tenido miedo a decir cosas que, a buen seguro, les ha costado más de una reprimenda. Hombres y mujeres que decidieron coger los hábitos porque entendían cuál era el compromiso que les exigía la vida monacal. Y así, su pensamiento no se desvió nunca de la palabra que debería presidir todos sus actos y no es otra que el amor.
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