La
vida estable de un profesor de universidad se ve devastada cuando regresa a
casa y no hay nadie. Tampoco hay rastro de lo que ha pasado. Su mujer se ha
ido. Así, de repente. Sin dejar una nota, ni una explicación, ni una llamada de
teléfono. La vida se rompe en mil pedazos y en la mirada con forma de
interrogante de ese profesor se destila una perplejidad que no sabe descifrar.
Todo iba bien, dentro de una rutina, quizá, algo aburrida, pero nada hacía pensar
que ella se fuera por su propia voluntad. No hay otras personas. No hay motivos
aparentes. Simplemente, se cansó, se fue y dejó tras de sí un paisaje árido en
el que los sentimientos parecen enterrados bajo un jardín en Portugal.
Así, tenemos a un hombre
que, tras la decepción máxima, intenta buscarse a sí mismo. Y, tal vez, no hay
mejor manera de hacerlo que asumir la personalidad de otro. Lo deja todo, huye
de su presente para regar un futuro que nunca viene. De ese modo, no tiene que
afrontar responsabilidades, ni tampoco regodearse en la sensación de la culpa.
Con su nuevo disfraz de jardinero, sólo tiene que preocuparse de las plantas,
de los árboles, de una retirada quinta portuguesa con una dueña que también
guarda unas cuantas cuestiones en lo más íntimo y con un aire de
provisionalidad que acaba por ser permanente.
El juego del impostor
se torna en algo elegante y pausado bajo la mirada serena de una directora como
Avelina Prat. Es evidente que, para ello, cuenta con la ventaja de un actor de
la categoría y naturalidad de Manolo Solo, que ocupa todos los rincones vitales
de un personaje a la deriva que encalla en una isla en la que consigue que el
mundo se olvide de él. Puede que sea porque tome conciencia de que no es nada,
de que no ha conseguido nada y que, tras la falsa apariencia de la comodidad,
se esconda una enorme frustración que travistió de felicidad cuando sólo era
inercia. A su lado, María de Medeiros nos llama con un físico que ha
evolucionado mucho y que dibuja en su rostro no sólo la edad, sino también la
elegante experiencia de un punto amargo que ha acompañado a su personaje
durante toda la vida. Y así, con una narrativa sencilla, pero enormemente
compleja en su entramado tremendamente sugerente, Avelina Prat consigue una
película hermosa, tranquila, dominada por las miradas abrumadoramente
elocuentes de Manolo Solo, subyugada por una búsqueda que se adivina
complicada, que se retuerce hasta un imposible reflejo infinito de espejos.
A veces, viajar sin rumbo puede ser el mejor manuscrito para depositar todos nuestros errores. Aún asumiendo que no todo lo que nos pasa es culpa nuestra. Los ojos perdidos en un horizonte de promesas pueden ser suficiente como para encender el motor de un pequeño tractor y sembrar todo aquello que no hemos querido hacer durante los días de antes. Al final, todo se resume en una vuelta al hogar. Ése en el que hemos encontrado la seguridad de haber hallado nuestro lugar en el mundo. Con el trasplante de arbustos justo a su debido tiempo. Con el día a nuestro favor y no enfrente. En el fondo, hay muy pocos afortunados que llegan a esa verdad y, a veces, el camino para encontrarla es tortuoso y teñido de tristeza. Es el momento de apostar por una película que cuenta desde el corazón y con el agua de una nueva vida para entender que siempre hay esperanza y, sobre todo, alguien que sí aguarda tu regreso y espera con una sonrisa tamizada por la ilusión.
2 comentarios:
Es una película bonita, tranquila, sutil y de miradas. Tiene algo de saudade y de Pessoa. Manolo Solo es un actor increíble y María de Medeiros es elegante aún hasta arriba de vodka.
Un lujo volver a encontrarnos en esta quinta maravillosa.
Abrazos desde el jardín
Sí, con un trauma de fondo que no el mismo protagonista acierta a explicarse. Una película bonita en la que, de todas formas, el final te deja un poco pasmado.
Bienvenido a la ayinta
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