martes, 28 de octubre de 2025

EL MUELLE DE LAS BRUMAS (Quai des brumes) (1938), de Marcel Carné

 

La niebla cae sobre el puerto de El Havre. Es densa, casi es como si se elevara una cortina de agua sobre el aire y se pudiera beber. De entre sus velos, surge un hombre. Es un desertor que busca una vía de escape para empezar una nueva vida en algún lugar de América, tal vez Venezuela. Cualquier sitio mejor que Francia, que camina inexorable hacia una guerra con Alemania y que recrudece la represión en Argelia. Todo es un mal negocio. Se trata de subirse a un barco, cueste lo que cueste. Pero allí, en El Havre, se encuentra con una chica que le hace ver que el horizonte existe, que la esperanza aguarda, que hay razones para creer que, después de la niebla, aparece el sol. Él sólo tiene algunos francos en el bolsillo, sus ropas civiles, un pasaporte y un perro pequeño. Se da cuenta de que ella es el objeto de la lujuria de muchos hombres y, del interior de este soldado renegado, aparecen las ganas de protegerla, de librarla de sus chulos, de ofrecerle un futuro en América del Sur, en el primer barco que zarpe. Son vidas a la deriva que están ancladas en un puerto asolado por la niebla. Además de todo ello, la policía militar le busca. Es que no pueden pasar sin él en ese cuartel mugriento en el que ha consumido buena parte de su juventud. Adentrarse en el muelle de las brumas va a ser una aventura en la que se dejará algo más que su huida.

Otra obra maestra de Marcel Carné, con una historia desesperanzada y, a la vez, casi sublime en su hermosura. Con una cuidadísima fotografía que debe moverse en un permanente estado de neblina, Carné articula una historia de amor imposible entre Jean Gabin y Michelle Morgan que llega a impresionar porque, en todo momento, se ve lo pegajosa que llega a ser la vida, lo mucho que no nos deja disfrutar, los terribles obstáculos que coloca en medio para que no se lleguen a realizar los planes que se trazan como único plan de evasión. Al fin y al cabo, ese soldado que interpreta Gabin ya ha vivido todo lo que debía, ha bebido parte de ello y ahora sólo quiere quitarse de en medio, como si ya no existiese. El resultado es una película excepcional, desesperanzada y, a la vez, extrañamente optimista. No se olvida con facilidad.

Así que cuidado con esas pisadas de resonancia única, con el pavés de suelo húmedo que casi se exhibe con orgullo y que, a cada paso, parece que recomienda un nuevo escondite, una nueva fuga, una nueva ilusión. Las personas, en sí mismas, también se convierten en obstáculos insalvables para que dos corazones inicien una historia que no han querido comenzar y que, sin embargo, ahí está, esperando su resolución, agazapándose en un destino que, como todos podemos imaginar, no será tan feliz. La vida nunca lo es. Más bien es esa niebla que no deja ver con claridad todo lo que podríamos llegar a ser.



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