El sonido de la tiza deslizándose
por la pizarra es una de las acciones más adictivas del mundo. Puede que, en
principio, no haya demasiada vocación por la enseñanza y que se crea que la
docencia es solo un ejercicio de paciencia que acaba perdiéndose por naturaleza
y por la misma inercia de las cosas. Hay muchos profesores que, presos de la
desilusión, han arrojado la toalla y ya no esperan nada, dan aún menos y se
quedan quietos, esperando la hora en la que la clase termina para empezar a
soltar por la boca una serie de improperios contra esa turba que le atormenta y
contra la que ha intentado acorazarse con la indiferencia. Sin embargo, hay
otros que encuentran en todo ello un desafío. Entrar en la mente del niño que
será hombre para proporcionarle unos cuantos resortes sólidos sobre los que
apoyar su maduración. Hacer que la mente, ese animal que, por lo general, está
dormido, despierte con el timbre de la curiosidad, de la sorpresa, del deseo de
saber que, inevitablemente, traerá la virtud de estar. Comprobar que en cada
uno de esos cuerpos que se retuercen en la rebeldía hay el germen de un hombre
o de una mujer y que ellos van a ser tan importantes y tan protagonistas de sus
propias vidas que tienen que proyectar admiración por el héroe de esa historia.
Enseñar es un camino lleno de clavos de punta, que hay que sortear con la
habilidad del mejor diplomático, del más listo de los eruditos y del más
oportuno de los razonables.
Tal vez todo empiece con un
simple guiño de complicidad, apenas perceptible salvo para el profesor que está
ahí, dando la cara, intentando transmitir alguna aburrida teoría, algún hecho
histórico de especial relevancia o alguna particularidad apasionante del
lenguaje. Puede que, en un momento dado, se encienda la espita que atraiga la
atención, que sea el principio de la bomba del conocimiento que todos llevamos
dentro. Por supuesto, hay profesores malos que jamás se preocuparán por buscar
esa chispa que dé comienzo a todo. También hay alumnos malos que se afanarán con
denuedo en apagarla por cualquier medio, generalmente una contestación
decepcionante que conlleva la negación del compartir. Porque la enseñanza es
algo grande cuando el profesor percibe que se está compartiendo el objeto de
estudio. Si solo es una parte la que lanza al aire el conocimiento y se pierde
en el limbo, no sirve de nada, como una audiencia que será tan útil como un
pupitre vacío. Por eso, hay algunos profesores que se dejan la piel, porque
quieren volver a sentir esa inigualable sensación de que está llegando el
mensaje, de que los alumnos responden, aunque solo sea por unos minutos, de que
la voz afónica, la mano blanca manchada de polvo de tiza, las horas invertidas
en preparación y corrección, la mirada de ilusión que se puso en algo que se
creyó que les podía atraer merecen la pena. Es arrancar la semilla de maldad
para que algo nuevo crezca. Algo nuevo y maravilloso.
Richard Brooks dirigió su primera
película poniendo atención en esa juventud que apenas sueña pero que no deja de
actuar, aunque sea mal. Para ello contó con Glenn Ford como ese profesor
inasequible al desaliento aunque tenga momentos de desesperación, con Sidney
Poitier como ese alumno que se resiste aunque tenga conciencia de que, en su
interior, hay un punto de inteligencia, con Vic Morrow como ese otro alumno que
nunca entrará porque es incapaz de poner orden en sus sentimientos interiores y
cree que solo la rebeldía es la respuesta. Y la rebeldía es buena pero solo
cuando se usa con inteligencia a través del conocimiento. No hay nada peor que
un rebelde analfabeto.
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