Las figuras de cristal al trasluz
se llenan de colores irisados como si fueran corazones latiendo dentro de la
quietud. Allí están no solo para aportar belleza sino para recordar que la
libertad está ahí fuera y que ellos son réplicas de los animales de un zoo.
Expuestos en estanterías igual que los originales se hallan en sus jaulas pero
siempre esperando a que el día siguiente sea distinto, que la luz les ilumine a
ellos y entonces su trote o su vuelo o su andar se tornen alegres y afortunados.
Por fuera siempre habrá alguien que quiera disfrutar de sus momentos de
plenitud, tal vez en una escalera de incendios en una noche calurosa,
escuchando la música de algún bar cercano, recordándose a sí mismo que la
primera obligación de todo ser viviente es vivir. El miedo siempre ha levantado
barreras y las coloca de tal manera que no deja ver qué es lo que hay detrás.
Incluso cuando algún aventurado se ofrece a echar una soga desde el otro lado
del muro se tratará de espantarlo con la crueldad más lógica. Animales de
cristal, seres humanos de luz.
Y la rebeldía está ahí mismo, a
punto de brotar con la naturalidad propia de una edad sin futuro. Romper la
jaula y respirar, vivir con lo que se pone por delante aunque sea con una
pierna herida y un corazón incompleto. Dejar atrás la creencia ancestral de que
el mundo es malo sin matices. Más vale ser libre en un mundo malo que estar
preso en el mundo perfecto y seguro. Es una cuestión de miradas que se buscan
pero no se encuentran y que tienen a la verdad en fuga, como si eso fuera
garantía de que las cosas no ocurren.
Joanne Woodward estaba
impresionante en altura y en presencia. John Malkovich hace uno de los mejores
papeles de su carrera porque la naturalidad es algo que sabe encauzar. Karen
Allen estremece y enternece, enaltece y crece y sigue en sus trece para
demostrar que es una mujer adulta que merece una vida propia. Detrás de las
cámaras está Paul Newman y así no es de extrañar que los actores estén tan
extraordinariamente brillantes, tan increíblemente certeros, tan genialmente
precisos. El zoo de cristal parece que se mueve desde su estantería quebradiza
y todo en esa casa gris y sin vida parece revolverse ante la ley de una
existencia que clama por su sitio bajo el sol. Un sol que no aparece salvo en
las luces irisadas de esos animales de cristal inanimados, símbolos de una
condena, adivinadores de un destino que se escapa por la ventana. Esa misma por
la cual se asoma la juventud y el ímpetu, la curiosidad y la pregunta. Esa
misma que deja entrar el miedo en la aparente seguridad del hogar austero. Para
vivir siempre hay que probar el daño y el dolor porque sin esos elementos, no
hay vida. Tan solo se respira, se huye, se esconde, se muere. Y un zoo de
cristal está ahí, recordando siempre que, más allá de la jaula, existe la
ilusión y también la esperanza.
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