“Todos mis
conocimientos de arte dramático están a tu entera disposición”
Y acompañando a una reverencia el
director se pone en manos de sus actores para orientarles, para consolarles,
para acogerles y para no herir sus susceptibilidades. Y es que un director,
cuando monta una obra de teatro, tiene que ser como Dios. Tiene que ser capaz
de responder a las más enrevesadas preguntas. Tiene que satisfacer al actor de
carácter, al británico que le da al soplen y marchen cada dos por tres, al
americano amante del Método, a la actriz menopáusica, a la rubia explosiva de
tipo monumental e, incluso, a la regidora eficiente que no tiene ni idea de por
dónde va a salir nadie. Claro que Dios habla y lo que espera es que haya un
tramoyista que hable su mismo idioma, que no es el caso, que los actores sean
personas normales, que tampoco, que la obra marche como un reloj y más bien
parece una sardina aplastada. ¿Quién ha dicho sardinas? El desastre está
asegurado. Demasiadas pasiones por detrás para que por delante haya un mínimo
de eficiencia. Caramba, si por delante hay lentillas por el suelo, teléfonos
rotos, gente que entra a destiempo, diálogos que tienen que ser analizados
hasta en la última coma…teatro, teatro, ¿dónde está tu magia?
“Tengo a un actor haciendo de Hamlet que, aunque parezca mentira, tiene
dudas…”
Es que ése es el estado
permanente del actor: la duda. Por eso hay esas inseguridades patológicas que
pueden llevar al fallo continuo y al enfrentamiento discontinuo. Cuando en una
obra nadie se lleva bien entonces es cuando el teatro se vuelve vida y la vida
es caos y el caos es fracaso y el fracaso es el olvido y el olvido es… ¡qué
bonito! Eso puede valer para una obra de teatro ¿o no? Bueno, dependerá de los
actores que la interpreten. Sangre por la nariz mientras una botella de whisky
pasa de mano en mano. Silencio, por favor. Especialmente entre bastidores. De
aquí a Broadway solo quedan unas cuantas ciudades y todas ellas son más
difíciles que la anterior. Cuando se estrene en la Gran Manzana todo va a
quedar reducido a cenizas. Ni una risa, ni un aplauso, ni una crítica
favorable. El teatro como la vida. Hasta que encuentras tu pareja pasan
demasiadas cosas que no encajan.
Michael Caine demuestra lo grande
que es incluso en la comedia; Carol Burnett sigue siendo la gansa que siempre
ha sido y lo gran dama que puede llegar a ser;
Christopher Reeve es un compendio de inseguridades que también enseña
que en la comedia podía ser notable; John Ritter no se cansa de urdir complots
y tramas para dar notoriedad a lo que él significa en la obra; Denholm Elliott
es divertido hasta cuando calla y los espectadores, atónitos, asistimos a un
ensayo y dos funciones de una obra que, más allá de sardinas y bolsas y puertas
abriéndose y cerrándose, resulta tentadoramente burlona e irremediablemente
carcajeante. Peter Bogdanovich sabe muy bien lo que hay entre bambalinas. Tanto
es así que, cuando se estrenó, esta película fue un fracaso. Y ahora quien no
la adora es porque no ha abierto la puerta.
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