Si os apetece pasar un rato cinéfilo con el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Ascensor para el cadalso", de Louis Malle, podéis hacerlo aquí.
Adela es Adela. El olor
a naftalina se cuela entre las rendijas de los armarios. La casa se ahoga en un
ambiente de vejez y antigüedad. Un ratito al piano todas las tardes para no olvidar
aquellos dos años de estudios. Un poco de costura para terminar de una vez las
cortinas de la galería. Las madalenas de Isabelita. La mantilla que no falte
para ir a misa. Todos los días son iguales. Y hay algo dentro de Adela que hace
que se sienta oprimida aunque ni ella misma sabe muy bien qué es. Tal vez sea
la soledad que ha ido haciéndose un sitio entre tanta ropa de otro siglo, tanto
encaje pasado de moda y tantas tardes viendo llover a través de la cristalera.
Las mujeres a sus obligaciones. Ganar una pequeña renta, vivir con
tranquilidad…claro que, luego, está Santiago. Él quiere rehacer su vida y Adela
quizá sea demasiado mayor para todo eso. El arroz se ha pasado, el tren ya se
ha ido y él es el remedio para la soledad pero es más de lo mismo. Sus hijas
modernas e independientes, que desprecian todo lo que tiende hacia el negro, el
trabajo en el banco, cuidando de los ahorros de un buen montón de viudas y
solteronas en una ciudad de provincias muy cerca del mar. No, no, no puede ser.
Adela es Adela.
Adela no es Adela.
Siente una atracción antinatural por Isabelita. Se afeita todos los días porque
le crecía barba y, claro, eso le hace sentirse muy poca mujer. A confesarse con
el señor cura, a decirle cuáles son sus miedos porque ella, Adela, nunca ha
conocido varón…ni tampoco hembra. Y es que la soledad es una partidaria
acérrima de la igualdad. Un poquito de piano desafinado, una costura para
terminar las cortinas… Incluso en un saque de honor de un partido de fútbol,
Adela tiene un estilo que ya quisiera para sí Paco Gento. Las madalenas de
Isabelita…Isabelita…esos ojos, ese cuerpo y ella parece como si jugara con
Adela, como si quisiera ponerle la miel en los labios y rebozarse en ella,
dulce y lejana. Adela es una mujer fuerte y valiente. Es fuerte y valiente…pero
no es una mujer. Adela no es Adela.
Adela es Juan. La
Naturaleza gasta, a veces, bromas muy crueles. Toda la vida pensando en ser una
mujer y resulta que Adela es un hombre. Cuando sabe de la noticia, ella o él
siente una liberación vivificadora pero también un pánico paralizante. Quizá porque
Juan no tiene futuro. No sabe hacer nada. Un poquito de piano bastante
desafinado y una costura para coserse el dobladillo de los pantalones. Juan no
se atreve a cortar con el pasado definitivamente, no quiere dejar de ser del
todo Adela pero tiene que hacerlo porque necesita una identidad, una vida, un
nuevo principio. Isabelita está ahí en una cafetería de Madrid. Tal vez sea el
momento de besarla con libertad, sin estúpidos cargos de conciencia, sin el
sexo que iguala y con el sexo que se disfruta. Es un nuevo principio y hay que
asumirlo. Y eso no es fácil para una mujer de provincias que nunca ha viajado,
que siempre fue a misa con mantilla y que confesaba sus pensamientos
pecaminosos con el cura. Tampoco lo es para un hombre sin estudios, que es pura
confusión, que tiene que vivir con sus medios según mandan los cánones de la
sociedad de la época y que debe ligar con señoritas del sexo opuesto como
corresponde a su propio sexo. No es fácil, mi querida señorita, hacer esta
historia en una época con falta de libertades y Jaime de Armiñán, José Luis
Borau, Julieta Serrano y José Luis López Vázquez fabricaron pura magia entre la
tristeza y la esperanza del descubrimiento de la propia naturaleza del
individuo.
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