viernes, 15 de febrero de 2019

EL MUNDO DE GEORGE APLEY (1947), de Joseph L. Mankiewicz

El heteropatriarcado tiene sus días contados. George Apley lo ignora porque, casi sin ser consciente de ello, lo ejerce con autoridad. Él controla cada uno de los minutos que forman parte de su vida y de la vida de su familia. Todo debe de estar en su sitio, siempre con la frase justa y la actitud apropiada. No hay ni una nota aguda en la aburrida sinfonía de su existencia. Nada debe salirse de lo que se espera. Y, sin embargo, los tiempos están cambiando. Y alguien debe abrirle los ojos. Tal vez quien lo haga es precisamente aquél que ya hace años se dio cuenta de que aquello no era la felicidad. Podrá ser la comodidad, la seguridad de saber a la perfección lo que va a ocurrir al minuto siguiente, la ociosidad de una posición asegurada…pero no es la felicidad. Y George Apley está a punto de hundir la incipiente felicidad de sus hijos. Va a tener que ponerse al día, no le queda más remedio.
Al fin y al cabo, alguien que lee a Ralph Waldo Emerson tiene siempre la razón de su lado, ignorando la implicación radical de su más profundo significado. La plata siempre limpia. Los compromisos cumplidos porque, seamos sinceros, uno no se debe comprometer si no tiene la seguridad de que va a cumplir todos los términos. George Apley es el último representante del cuello engolado y de las palabras indicadas. Los jóvenes se abren paso con fuerza y es inadmisible permitir que su hija tenga relaciones con un profesor universitario de Harvard que estudió en Yale. Eso es de una incoherencia irritante. Boston debe permanecer así. Anclada en sus costumbres, celebrando el día de Acción de Gracias de la misma forma un año tras otro. Y que su hijo se vea con la hija de un chatarrero de Auster…no, no. Las relaciones con extranjeros están absolutamente vedadas para un joven de Harvard. Aunque quizá, haya que ser un poco más flexible, siempre guardando las formas, claro.
George Apley no sabe que los deseos cuadriculados presididos por la tradición no siempre son del agrado de terceros. Y, por eso, tendrá que encajar alguna que otra derrota que le haga volver a su original forma de pensar, a ese mundo tan confortable del que nunca debió salir. Sólo habrá una persona que le saque de ese inmovilismo bañado en superioridad y tendrá que ser, precisamente, el ser más débil de su entorno. El más despreciado, el más ínfimo, el que no cuenta, el que le dice una verdad al oído y le regala un beso en la mejilla. Es aquel que le dice que tiene que ser él mismo, más allá del rancio abolengo bostoniano. Los tiempos cambian, George. Y el mundo se cae a pedazos, más vale que recojas alguno.

La delicadeza de Joe Mankiewicz al dirigir esta película resulta magistral con un Ronald Colman en auténtico estado de gracia. Las reacciones y motivaciones de George Apley son perfectamente entendibles a pesar de que parezcan ridículas, trasnochadas o demasiado impostadas. El arribismo social sitia al presuntuoso George y le hace mirar, por una vez en su vida, a su alrededor, mucho más allá de sus inútiles reuniones en pro de los huérfanos de la ciudad o para la preservación y observación ornitológica de la fauna alada de Boston. Y, nuevamente, tenemos que ceder paso a una película que roza la maestría, narrada como una comedia, pero nunca como una parodia. Algo tan difícil como creer que se puede ver un pájaro carpintero con el pecho amarillo en pleno mes de noviembre.

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