martes, 19 de febrero de 2019

NOVECENTO (1976), de Bernardo Bertolucci

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre "La ciudad desnuda", de Jules Dassin, podéis hacerlo pinchando aquí.

El tiempo pasa y todo debe asentarse en un equilibrio de fuerzas que siempre serán contrarias. Por un lado, los patronos, cómodos, dueños de inmensas tierras expuestas a los caprichos del clima, despreocupados porque saben que mañana tendrán un plato a la mesa y, tal vez, un coche para conducir o, incluso, podrán hacer un largo viaje de varios meses para disfrutar de su ociosidad casi siempre insultante. Por otro lado, los campesinos, aquellos que se pelean con la tierra para que dé sus frutos, que trabajan de sol a sol con las manos encallecidas, el gesto contraído y las lágrimas dispuestas. La eterna lucha entre ricos y pobres que, en el momento en que se abandona en su perspectiva social y se entra de lleno en la política, se corrompe, se pervierte y comienzan los abusos. Ya no son ricos y pobres, son fascistas y comunistas. La dictadura de los patronos o la del proletariado. Mientras, los dramas humanos se suceden, la locura se desata, la decepción se instala. Ni unos son felices, ni otros sueñan con serlo. Es el ingrato siglo XX, que derramará tanta sangre que ni siquiera la tierra podrá absorberla.
Por un lado, Alfredo. El niño mimado y rico, que no alberga aversión hacia los trabajadores, pero que, sin embargo, es insoportablemente superficial y sin demasiada personalidad. Un niño que crece entre juegos y un hombre que no sabe comportarse como debe. Ya se sabe. Los ricos pueden darse el lujo de no pensar en nada. Todo está hecho.
Por otro lado, Olmo. El niño de rodillas sucias y mirada teñida de rencor, que sufre no sólo por lo que le pasa a él sino también porque sus compañeros también pasan hambre. La injusticia le subleva y la virtud de su contención le hace diferente a todos los demás. Quiere acabar con los patronos, pero no con las personas. Más que nada porque sabe que la lucha por tener un poco de pan al día siguiente tendrá que seguir de una forma u otra.

Italia convulsa desde la muerte de Verdi, el músico del risorgimento, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Los malvados ajusticiados. Los hombres de mirada torcida, con el corazón depravado deben ser pasados por la justicia del pueblo. Y Bernardo Bertolucci diciéndonos que, tal vez, la solución está en esa pelea continua y equilibrada entre el capitalismo y el socialismo, algo desquiciada, pero necesaria. Con las imágenes de Vittorio Storaro y agarrando la belleza como bien común, Bertolucci tampoco deja de mostrar terribles crueldades, escenas que hacen que la mirada se aparte, buscando aire en algún lugar donde la corrupción moral y física no llegue hasta esos límites. Entre el campo y las residencias, Gerard Depardieu y Robert de Niro pasean su amistad demostrando que así, también, se rebajan los rencores porque, al fin y al cabo, todos somos personas. A su alrededor, Sterling Hayden, Burt Lancaster, Stefania Sandrelli, Dominique Sanda y, sobre todo, un inmenso y rechazable Donald Sutherland dando cuerpo y forma a la misma maldad que anida en lo más profundo y podrido del ser humano. Quizá, en la turbulencia de un siglo tan desalmado, queda la certeza de que todo cambio debería empezar por nosotros mismos y Bernardo Bertolucci también deja escapar algo de ese ligero desencanto hacia la utopía de un mundo un poco más justo.

No hay comentarios: