Una
mujer independiente, decidida, libre y profesional pierde súbitamente el rumbo
porque su marido se entera de que ha tenido una aventura. Se encierra en una
habitación de hotel para pensar y, allí, en medio de las ensoñaciones y de la
reflexión, recibe la visita de su propio marido en plena juventud, de la que
ella sospecha que fue su amante hasta que se casó con él, de su madre muerta,
de su abuela más muerta aún, de su propia voluntad que guarda un sospechoso
parecido con Charles Aznavour…y de todos sus deslices, que son unos cuantos
aunque, la mayoría, fueron meros accidentes vitales.
Así que en esa
habitación, se rompe el cascarón de seguridad que la envuelve y se enfrenta a
la verdad de una edad ingrata. La pasión se ha perdido porque ya no se posee el
ímpetu de la juventud. Y trata de hallar un sustitutivo con un buen puñado de
jóvenes que la recuerdan que, un día, ella también lo fue. Sin embargo, más
allá de todas las reflexiones, de todos los recuerdos que se agolpan y de todas
las inseguridades que se abren, se da cuenta de que la soledad es aún más
aterradora y de que se trata de amar lo que se tiene y no lo que ya se quedó en
el camino.
En el delirio de su
encierro, ella trata de volver a encontrar ese punto de equilibrio que sabe que
la ha hecho tan especial. Sin trascendencias inútiles, sin circunspecciones
graves. Con desenfado, con un reconocimiento amable de la gran cantidad de
errores que ha cometido. También se imagina cómo se deshizo el cielo para su
marido en cenizas, cómo la música se ausentó de una vida que siempre quiso ser
mejor y fue siempre igual, cómo hay otras salidas que no son nada apetecibles
en la madurez que, al fin y al cabo, es una edad en la que uno se acobarda,
mira demasiado atrás y trata de asegurar en un mundo en el que la estabilidad
sentimental cada vez es más frágil.
Chiara Mastroianni,
gestos y miradas de Marcello en mujer, realiza un papel meritorio dentro de una
película que alterna, con ligereza, aciertos y errores. Su tono humorado es
fácil de captar y produce una comodidad agradable. Su renuencia a avanzar en
torno a la trayectoria sensitiva de una mujer que resulta irremediablemente
atractiva resulta levemente frustrante. En medio de todo ello, una selección
musical de indudable gusto y un café en un lugar de nombre Rosebud tratando de despedirse en una noche de luna llena, nieve de
fantasía y abrazos vacíos que aprueba por los pelos y deja un poso demasiado
leve.
Así que es el momento
en el que hay que repasar qué es lo hizo que, en determinado momento, el amor
pareciera tan eterno y fuera sólo una cuestión de años y de rutina. Quizá haya
que dejar atrás esa obsesión por las sábanas arrugadas y envolverse en la
calidez de una piel que comienza a envejecer porque ha perdido en pasión y ha
ganado en experiencia. La noche va a ser muy larga y puede que sólo sea eso, un
rato de reflexión en calma, donde el silencio ambienta los pensamientos y el
lugar en el que se llega a la certeza de que el amor, sostenido en lustros y asentado
en sensaciones, sigue estando ahí, esperando la compañía, la complicidad, el
verdadero rostro de la sonrisa y la oportunidad para que los buenos días surjan
por el mero hecho de ir a comprar unos bollos para desayunar. No todos los días
nieva. No todos los días se puede pensar. Pero siempre, durante unos segundos,
es posible que haya un susurro entrañable que invite a una tácita declaración
de amor.
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