Hay
pocas cosas tan tortuosas e insufribles como un cineasta pretencioso. No vale
sólo con unas cuantas ideas estéticas y una metáfora para subirse al carro del
oportunismo. La historia debe encajar con la forma si se quiere trascender
porque, al fin y al cabo, cualquier película establece unas reglas desde el
principio y, si luego se traicionan, todo no es más que una batidora
revolviendo un puñado de elementos que podrían ser episodios de una serie sin
más hilazón que una extraterrestre de turismo por la Tierra.
Jonathan Glazer debió
de creer que había dado con una obra de arte cuando realizó esta película hace
siete años. Una alienígena que viene por estos parajes para proveer de no se
sabe muy bien qué a los jefes de su expedición que responden al tópico del
macho explotador y macarra es la piedra de toque ideal para establecer un
paralelismo con la mujer sojuzgada, tratada como un objeto sexual que, en el
momento en el que comienza a tener sentimientos, empieza a subir su particular
calvario en el que es difícil diferenciar entre sexo, deseo y amor. Brillante.
Más aún cuando se posee un nombre de tirón en la cabecera de reparto como es el
de Scarlett Johansson, una banda sonora que pretende ser inquietante y acaba
por ser pesadamente estridente y una ingenuidad que se trata de disfrazar con
continuas elipsis salpicadas de sombras chinescas, pellejos humanos en un
fluido y luces alucinantes. Todo resulta pesado, sombríamente torpe, con una alienígena que no tiene ni idea de hacer el amor, pero que es capaz de conducir una furgoneta
de considerables dimensiones sin leerse ni un librito de instrucciones y que,
por otro lado, tenga que probar el chocolate para conocer su sabor. O que todo
sea una trampa sexual que, al final, resulta dolorosamente extraña. O que se
haga un típico ejercicio de piedad por encontrarse con un ser deforme para que,
luego, venga el macho cabrío de turno y lo estropee todo. Sin reglas, no hay
argumento que resista (eso sólo lo sabía hacer Hitchcock) y no basta con, una
vez más, creerse que Stanley Kubrick lo hubiera hecho de forma parecida. Eso,
con permiso de la concurrencia, es no conocerse a sí mismo, o, peor aún, no
conocer al gran maestro.
Y es que los
descubrimientos son lentos. Los diálogos, tan simples que se fía todo a la
imagen. Los trucos, muy vistos para despistar al espectador y creer que está
viendo algo realmente trascendente. La repetición, plomiza. Y la imaginación,
muy corta a pesar de que se pretende lo contrario. Hay que trabajar más y hacer
que esas ideas estéticas de peso se adecúen a lo que se busca con la historia.
No dejar que las intenciones se conviertan en ceniza porque, de un modo algo
insultante, Glazer piensa que deja al espectador boquiabierto y que no va a
prestar atención a nada más salvo, quizá, a los desnudos de la protagonista.
Incluso alguien tendría que haberle susurrado al oído que los ochenta están muy
pasados de moda porque todo es tan absurdo que parece arrancado de aquella
década.
La noche húmeda se
desliza entre las calles desoladas de una Escocia a punto de vivir horas
decisivas. Apenas unas preguntas tratan de desatar el deseo incontrolable y la
huida parece la única salida razonable para una chica que trata de encontrar
sentido ante las continuas y eternas contradicciones humanas. Sin embargo, sólo
tropezará con la excitación, el refugio, la violencia y la desaparición
mientras su dueño se dará cabezazos contra el muro de niebla que se alza en las
tierras altas, como si eso fuera una advertencia de la invasión de hombres
dispuestos a utilizar a las mujeres similar a la de unos marcianos que, en el
fondo, parecen bastante más hermosos con lo que esconden bajo la piel. Tal vez,
porque sólo se trata de un buen puñado de preguntas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario