La sangre se desliza
con lentitud, formando un río de ilusiones y rebeldías que se desvanecen y se
confunden con el gris asfalto de la fría ciudad. El tiempo se rebela y parece
que se detiene porque la muerte viene de puntillas, a cada segundo, recreándose
en su llegada, llamando a la puerta del destino con cada latido de un corazón
que cada vez tiene menos que bombear. Los cercos se estrechan para tapar los
agujeros y el conocimiento se va perdiendo como el aliento en la noche, aire de
calor en la fría humedad de la nada. Las luces se encienden y se quedan ahí,
mirando impasibles desde los edificios y las casas que se dejan atrapar por el
miedo y la quietud. Ulises desangrado se mueve por las calles, intentando
hallar un camino de regreso que se antoja tan lejano como imposible porque las
balas siguen ahí, horadando la piel y las venas, dejando que la vida se escape
como un puñado de arena entre las manos. La ayuda es discreta, sin aspavientos,
como queriendo esconderse de la piedad. El sueño va cayendo y los párpados son
mármoles que apenas se pueden levantar. El borde de la existencia parece
abrirse bajo los pies del incauto y la traición se puede oler con cada
borbotón. Larga es la noche para quien se introduce en los brazos de la parca.
Y quizá, en ese
peregrinaje inútil en busca de una esperanza por la que seguir luchando, es
cuando se puede apreciar la grandeza de la gente desconocida, el alma que
palpita con fuerza tras la necesidad del calor. O la inmensa pequeñez de
algunos que han decidido esconderse de las realidades y de los problemas porque
no nacieron para luchar, sólo para estar. Es hora de descansar en algún viejo
sillón abandonado en un chamarilero cualquiera y dejar que la flojera invada
todos los huesos y cale en todos los ánimos. Ni siquiera el amor será capaz de
detener el río que se evade del cuerpo sin remedio. Larga es la noche, sí,
tanto que la eternidad parece que se dibuja antes del amanecer.
Carol Reed dirigió esta
película difícil y agónica con la colaboración de un James Mason
extraordinario, amenazante y desgraciado, errante y abandonado, con la inercia
de una herida que jamás puede cerrarse, con la certeza de que cada paso
adelante es un empujón hacia atrás. Y de alguna manera misteriosa, nos
adentramos en las gotas del frío condensado de una larga caminata hacia ninguna
parte, compartiendo con el protagonista la sensación de que todo acabará y de
que, posiblemente, lo haga muy lentamente.
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