Hace muchos, muchos
años, una cinta de magnetófono se veía a menudo, con su carcasa, alrededor del
equipo de música de mi padre. Yo era muy pequeño, pero me llamaba poderosamente
la atención aquella portada en la que se veía a un hombre, vestido todo de
negro, agachándose con su sombrero del Oeste, para coger, posiblemente, un arma
que estaba en el suelo. Los colores de fondo eran muy vivos para contrastar con
la oscuridad de ese personaje que, a buen seguro, acababa de liquidar a unos
cuantos y se ocupaba de recoger uno de los revólveres que yacían inertes al
igual que, a buen seguro, estaban sus adversarios. En rojo, en letras no muy
bien definidas, se alzaba el título: La
muerte tenía un precio y yo, en mi niñez, me preguntaba a qué precio se
referiría aquello. De vez en cuando, cuando estaba solo o con mi madre, me
atrevía a poner aquella cinta y me resultaba terriblemente atractiva. Incluso
parecía como si hubiese una canción de cuna que no presagiaba nada bueno
mientras otro tema me transportaba a lomos de mi caballo en una persecución de
tiros y furia. Pasaron unos cuantos años hasta que me di cuenta de que en la
cara B se hallaba la banda sonora de otra película titulada Por un puñado de dólares y que, durante
todo el tiempo, pensé que todo pertenecía a esa otra que anunciaba que la
muerte, efectivamente, tenía un precio aunque, más bien, era una recompensa.
Luego ya imaginé esas dos películas, las construí en mi mente con el único
soporte de la música que me proporcionaba un tal Ennio Morricone que, según
pude indagar en el interior de la carcasa, era quien había compuesto aquellas
melodías hipnóticas, misteriosas, bellas y, al mismo tiempo, terriblemente
premonitorias de que algo oscuro revoloteaba alrededor de ellas.
Indagando aún más en la
discografía de mi padre, me encontré un disco de vinilo con la orquesta de Ray
Conniff que se titulaba Turn around and
look at me y en uno de sus temas me topé otra vez con el nombre del tal
Morricone. Se trataba del tema principal de El
bueno, el feo y el malo y me producía algo de terror con esos gritos cortantes
e imperativos que, a voz de hombre, salpicaban todo el tema. Pude imaginar
menos la película, pero escuché esa música hasta que empezó a sonar el típico
sonido a fritanga de los discos de vinilo antiguos. Pero recuerdo muy bien la
sonrisa de mi padre cuando le hice esta pregunta de niño:
-. Papá… ¿de qué va El bueno, el feo y el malo? ¿Quién es el
bueno?
Ya en la adolescencia,
conseguí ver las tres películas, y también aprecié la música que las
acompañaba. Era diferente a todas las demás bandas sonoras que podía escuchar.
Un día, en televisión, pusieron Hasta que
llegó su hora y, aparte esa armónica que no dejaba de sonar, se me puso la
piel carne de gallina cuando Leone levanta la grúa para acompañar la llegada de
Claudia Cardinale al pueblo donde se desarrolla la acción y se escucha una
melodía que era la misma esencia del arte de la banda sonora. Era un momento
mágico, de esos que se quedan impresos en la memoria de las sensaciones, ese
mismo terreno en el que Ennio Morricone era un auténtico maestro.
Llegaron los años, se
amontonaron las películas y Morricone me acompañaba con mayor o menor acierto.
Volvió a ponerme los pelos como escarpias con La misión, a pesar de que era una película que me produjo un
tremendo bajón de moral y una profunda tristeza. Disparé con él en ese
principio de Los intocables mientras
la cámara recorría las sombras alargadas de las letras que definían el título,
miré a través de ese ojo escondido en la bodega de cualquier tugurio de Little
Italy mientras Deborah se desnudaba y bailaba en puntas, llevándome a la
ensoñación y a quererla sin tenerla nunca mientras se me decía Érase una vez en América. Tarde, muy
tarde, ya casi adulto, descubrí Novecento
y la belleza de una lucha que no terminará nunca, a pesar de que puede haber
vínculos de amistad. Pasé miedo con La
cosa y, a pesar de que a Almodóvar nunca le gustó su trabajo, comprendí
perfectamente lo que pretendía con esa música descolocada que, poco a poco, va
ordenándose en Átame. Corrí junto a
Clint Eastwood en En la línea de fuego
y volví a la ilusión de la infancia con Baaria.
Incluso me encerré con unos cuantos asesinos y cabalgué al lado de una
diligencia que llevaba a la muerte como pasajera en Los odiosos ocho…
Sin embargo, hay un
momento en el que Ennio Morricone me hizo soñar por encima de todas mis
fantasías. Más que nada porque, a través de su música, supe cuál era la razón
por la que yo amaba el cine. El rostro de Totó, ya adulto, viendo todos esos
besos robados a la imaginación en Cinema
Paradiso me recordó, una y otra vez, que el amor existe, que está ahí
delante, que no siempre nos pertenece y que la única razón por la que merece la
pena vivir es sentirlo. Hoy, mis lágrimas, van por este compositor que, a buen
seguro, las recogerá y las pondrá en el pentagrama en el lugar en el que
corresponden.
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