“Todos estamos hechos a
medias”,
le dice Gary Oldman a Emily Mortimer en determinado momento de esta película.
Habría que añadir que esta historia, también, porque, para empezar, uno se
llega a preguntar qué es lo que hace que dos intérpretes tan competentes se
decidan a aceptar un trabajo que es notoriamente inferior a lo que han hecho
anteriormente cuando, en teoría, son actores reputados, premiados y apreciados.
¿Es que no se dieron cuenta al darles el guión que esto es un ejemplo preclaro
de lo que es falta de trabajo sobre un material, en principio, prometedor?
No cabe duda de que hay
unos cuantos tópicos en una leyenda sobre un barco, sobre una ruta y sobre una
maldición. Hasta ahí todo correcto. Sin embargo, hay que saber contarlo, hay
que mantener una cierta tensión (más aún si se trata de una película que dura
apenas una hora y veinte minutos) y se debe ofrecer un desenlace con cierta
lógica y no un espanto que sólo busca dejar con la boca abierto de terror cuando,
en realidad, peca de flojera, de previsible y de unas pocas dosis de
historia televisiva en dimensiones
conocidas.
En contra, hay una
cierta desidia a la hora de contar las cosas aunque es bastante posible que,
parte de lo que debía verse, se quedó en el suelo de la moviola. Las
interpretaciones no son convincentes, los personajes son de celofán y la
precipitación abunda a babor y a estribor. La maldición que arrastra un barco
con un mascarón de proa que pretende ser de lo más misterioso se descubre no se
sabe muy bien cómo, hay situaciones que no son nada creíbles porque se opta por
la solución más fácil y ni siquiera se puede agarrar la trama al recurso de los
sustos porque hay muy pocos y no son demasiado aterradores. Más vale levar
anclas y esperar a que escampe el temporal.
Michael Goi dirige sin
pulso, sin acierto, sin ganas, sin más preocupación que la fotografía de la que
él mismo se encarga y se naufraga sin pistola de señales con algunas de las
reacciones porque no existe un hilo coherente que siga la estela de las viejas
leyendas, de sucesos que fueron impactantes, de creaciones de ambientes que
inviten a la inquietud. No vale sólo con ruidos extraños y soltar a la bestia
en instantes a destiempo. El terror con pretensiones necesita una singladura
firme, con el timón bien sujeto y con las velas desplegadas. El mar, al fin y
al cabo, es un enorme manto de agua que todo lo cubre y, en sus profundidades,
hay muchos secretos que esperan para ser desvelados.
Así que es hora de
transbordar, de preguntarse qué pasó en ese prólogo que te plantea la película
porque en ningún momento se explica nada, de pensar si los espíritus son
ubicuos y saltan de presa en presa o se esconden en la sugerencia de que los
barcos también tienen vida. No hay piedad para las cosas hechas a medias porque
lo mejor es no hacerlas. El resto es una pérdida de tiempo que abre las espitas
del agua e inunda cualquier buena intención que pudiera poseer una estela que
no va a ninguna parte, que no viene de ningún lugar y que sólo merece el olvido
de una época que invita demasiado a ello como para ignorarlo para siempre. De
vez en cuando, también hay que apuntar en el cuaderno de bitácora que aquello
no es nada, sólo dinero malgastado y un par de miradas escrutando las suaves
dunas de la inmensidad.
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