A
veces, un rayo de luz penetra entre las brumas del ánimo y una misión aparece
como máxima ambición vital. Tal vez el destino no sea sólo andar hasta que los
pies ardan y repartir cartas en alguna región perdida de Francia y las piedras
sean capaces de hablar para que esa impasibilidad ante los desgraciados
acontecimientos de la vida obtenga una salida en la que desemboquen las
lágrimas, los sentimientos, la rabia, el inmenso cariño, la determinación y la
perseverancia. Al fin y al cabo, sólo la insistencia podrá ser el instrumento
que permita alcanzar el objetivo.
Así que esa piedra
esculpida, labrada y colocada podrá ser el conmovedor testimonio de amor de una
persona que no es nadie incluso para sus vecinos. Alguien dice del cartero
Cheval que ya no tiene más lágrimas que derramar y el problema, quizá, es que
aún posee demasiadas. El duro invierno y la grácil primavera ha golpeado su
espalda con fuerza y él no se rinde. Trabajará hasta que sangren las manos, hasta
que los sabañones sean cubiertos por las piadosas vendas de quien bien le
quiere. Aún así, la vida no le perdonará la osadía e irá golpeando su moral
hasta que la soledad sea insoportable y sólo le quede el consuelo del deseo de
unirse al baile que le ofrece la muerte. En el fondo, es un pobre ignorante
porque no sabe que, dando forma a su sueño, jamás podrá morir. Estará en el
corazón de una obra hecha con el corazón, con el recuerdo de lo que más ha
amado, con la terquedad de un hombre que roza la sociopatía, pero que guarda
toneladas de pasión. Ya no habrá más rincones, sólo la eternidad.
La historia del cartero
Cheval, autor de la única obra de arquitectura naif de Europa que llegó a ser
elogiada por personalidades como André Breton o Pablo Picasso, se torna en esta
película en periplo vital de un hombre que hizo camino al andar y que quiso
construir a pesar de todo. En su mirada, yacían todas las esculturas y todos
los capiteles del loco que no sabía expresar nada salvo lo que hacían sus
propias manos. Jacques Gamblin incorpora al protagonista con sabiduría y
estática, pero, en algunos pasajes, puede que todo se alargue innecesariamente
y que, en otros, allá demasiados saltos repentinos. El resultado es una obra
irregular, con momentos realmente emocionantes de vejez y encuentro y otros
moderadamente deudores de la morosidad y el tedio. Tal vez, ese sea el precio
de asistir a una construcción que asombra y que sobrecoge, pero que lleva al
ensimismamiento impávido, algo extorsionado, algo ausente.
Y es que no es fácil sobrellevar la vida ingrata si no hay una meta que ayude a superar las penas y el tremendo dolor de las separaciones, de las despedidas definitivas que quieren ser ahogadas en un río sin profundidad. La distancia de la gente que no quiere saber nada del loco que trata de poner en pie un sueño siempre duele porque eso también demuestra una falta total de empatía con los propósitos del diferente. La lluvia, el sol, las plantas, el origen de la vida serán las fuentes de inspiración para que los muros hablen por sí solos y la admiración sea el último consuelo para quien no tuvo nada. Atrás quedan los años, las cartas entregadas, los silencios elocuentes y, a veces, muy crípticos. Sin embargo, todo quedará escrito ahí, en el cemento, en las manos rugosas, en las torres más altas forjadas con metal y recubiertas de arte. Sólo el amor y el deseo, nunca pronunciado, de querer una vida mejor.
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