jueves, 12 de noviembre de 2020

EL PALACIO IDEAL (2020), de Nils Tavernier

 

A veces, un rayo de luz penetra entre las brumas del ánimo y una misión aparece como máxima ambición vital. Tal vez el destino no sea sólo andar hasta que los pies ardan y repartir cartas en alguna región perdida de Francia y las piedras sean capaces de hablar para que esa impasibilidad ante los desgraciados acontecimientos de la vida obtenga una salida en la que desemboquen las lágrimas, los sentimientos, la rabia, el inmenso cariño, la determinación y la perseverancia. Al fin y al cabo, sólo la insistencia podrá ser el instrumento que permita alcanzar el objetivo.

Así que esa piedra esculpida, labrada y colocada podrá ser el conmovedor testimonio de amor de una persona que no es nadie incluso para sus vecinos. Alguien dice del cartero Cheval que ya no tiene más lágrimas que derramar y el problema, quizá, es que aún posee demasiadas. El duro invierno y la grácil primavera ha golpeado su espalda con fuerza y él no se rinde. Trabajará hasta que sangren las manos, hasta que los sabañones sean cubiertos por las piadosas vendas de quien bien le quiere. Aún así, la vida no le perdonará la osadía e irá golpeando su moral hasta que la soledad sea insoportable y sólo le quede el consuelo del deseo de unirse al baile que le ofrece la muerte. En el fondo, es un pobre ignorante porque no sabe que, dando forma a su sueño, jamás podrá morir. Estará en el corazón de una obra hecha con el corazón, con el recuerdo de lo que más ha amado, con la terquedad de un hombre que roza la sociopatía, pero que guarda toneladas de pasión. Ya no habrá más rincones, sólo la eternidad.

La historia del cartero Cheval, autor de la única obra de arquitectura naif de Europa que llegó a ser elogiada por personalidades como André Breton o Pablo Picasso, se torna en esta película en periplo vital de un hombre que hizo camino al andar y que quiso construir a pesar de todo. En su mirada, yacían todas las esculturas y todos los capiteles del loco que no sabía expresar nada salvo lo que hacían sus propias manos. Jacques Gamblin incorpora al protagonista con sabiduría y estática, pero, en algunos pasajes, puede que todo se alargue innecesariamente y que, en otros, allá demasiados saltos repentinos. El resultado es una obra irregular, con momentos realmente emocionantes de vejez y encuentro y otros moderadamente deudores de la morosidad y el tedio. Tal vez, ese sea el precio de asistir a una construcción que asombra y que sobrecoge, pero que lleva al ensimismamiento impávido, algo extorsionado, algo ausente.

Y es que no es fácil sobrellevar la vida ingrata si no hay una meta que ayude a superar las penas y el tremendo dolor de las separaciones, de las despedidas definitivas que quieren ser ahogadas en un río sin profundidad. La distancia de la gente que no quiere saber nada del loco que trata de poner en pie un sueño siempre duele porque eso también demuestra una falta total de empatía con los propósitos del diferente. La lluvia, el sol, las plantas, el origen de la vida serán las fuentes de inspiración para que los muros hablen por sí solos y la admiración sea el último consuelo para quien no tuvo nada. Atrás quedan los años, las cartas entregadas, los silencios elocuentes y, a veces, muy crípticos. Sin embargo, todo quedará escrito ahí, en el cemento, en las manos rugosas, en las torres más altas forjadas con metal y recubiertas de arte. Sólo el amor y el deseo, nunca pronunciado, de querer una vida mejor. 

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