viernes, 20 de noviembre de 2020

MUERTE EN VENECIA (1971), de Luchino Visconti

 

La belleza está ahí, casi al alcance de la mano, bañada por los rayos del sol, casi insultante, casi perfecta. La ciudad sólo es el ambiente en el que se mueve y el intento de poseerla es un réquiem entonado desde la tristeza por unos tiempos que empiezan a sobrepasar todos los cánones. Tadzio apunta hacia el infinito, como señalando el camino que todos debemos emprender para asimilar, en su plenitud, el auténtico significado de lo hermoso, de aquello que la mente guarda para sí como un momento en el que la eternidad y la hermosura se funden bajo el astro rey. El sudor negro se desplaza, abriéndose paso entre la piel amarillenta, anunciando la última bajada de telón. La arena brilla cegadoramente, como queriendo camuflar ese instante de perfección que culmina con el derrumbamiento. Ya no habrá más sinfonías, ni más orquestas. Sólo la certeza de que la imagen es la última y es lo que encarna al mismo deseo. Es la verdadera encarnación de todo lo que se ha perseguido a través de pentagramas, lujos, ocios fútiles, envidias, melodías vanguardistas que tratan de romper con lo clásico y ofrecer nuevas formas, búsquedas incesantes, decepciones aseguradas, días nublados y noches lluviosas. La muerte viene. Es hora de rendirse.

El compositor Gustav von Aschenbach trata de sobrevivir en la corrupción de ideales que asola una ciudad sitiada por el cólera. Es el eterno aplazamiento del problema en la Venecia más hermosa y más moribunda. Apenas hay palabras en la travesía vital de este músico que se halla impotente ante la decadencia y la derrota. No hay nada malo en su mirada más allá de la observación impúdica ante la misma perfección de un adolescente que exhibe su belleza por los canales y las aguas venecianas. Y, voluntariamente, se somete a la prisión de ese cautivador físico, de ese irresistible encanto que encarna un chico al que ni se atreve a acercarse. Von Aschenbach sólo quiere dejarse envolver por la adicción que le provoca y se va con la certeza de que lo que ha visto, existe. Y existe en este mundo. Y él ha tenido el privilegio de verlo. Tal vez, también se confirma a sí mismo que la muerte está indisolublemente unida a la belleza y a la perfección con la casi asfixiante proximidad de la melancolía.

Visconti, Mahler, Bogarde, Thomas Mann. A través de todo un concierto visual, el público asiste a al colapso emocional de un hombre que no soporta el fracaso y la desgracia a los que condena la vida. El hallazgo de Tadzio, el chico enviado por los dioses, le coloca en medio de un acto espiritual que le proporciona la redención que necesita y la destrucción que, tal vez, implora. La psicología del ser humano se pone en evidencia y todos tenemos algo de Gustav von Aschenbach. Buscamos lo que no se puede encontrar y, a menudo, depositamos nuestros sueños de felicidad en algo tan etéreo y tan inalcanzable como esa figura, recortada por el brillo reflejado por el sol, señalando el camino, componiendo la fantasía a la que se ha renunciado, llevando la visión hasta los inexplorados límites de lo divino.

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