¿Seríamos invisibles
pagando el precio de la ira? ¿Nos encantaría echar un vistazo a esa chica a la
que siempre quisimos ver desnuda sin sentir que estamos invadiendo lo
prohibido? ¿Disfrutaríamos cogiendo subrepticiamente la recaudación de
cualquier comercio para poder seguir viviendo? ¿Dejaríamos atrás todos nuestros
reparos morales con tal de disponer de un don que nadie es capaz de tener? Son
demasiadas preguntas que, muy posiblemente, obligaría a tomar atajos en el
raciocinio. Algunos, quizá, no sabríamos contestar a estas cuestiones con un
mínimo de responsabilidad porque todo resulta excesivamente tentador. Colarse
en casas sin que nadie se dé cuenta para espiar la intimidad, asestar un golpe
sin dejar la más mínima pista porque no hay huellas, ni presencias, ni
sospechas posibles, dar rienda suelta a las fantasías más prohibidas porque se
presencian en directo. Y lo mejor de todo, mandando a la moral al infierno, sin
preocuparse por detalles de conciencia, mimetizándose con el ambiente hasta tal
punto que el mundo no se puede dar cuenta de tu existencia. Desaparecer. No ser
nada. No ser nadie. Y, al mismo tiempo, serlo todo. Como un dios que escucha lo
que los interlocutores se esfuerzan por mantener en secreto. Como una mirada cósmica
que se introduce por las rendijas de la verdad. Quizá, lo peor, sería soportar
esos indeseados efectos secundarios que aceleran la adrenalina y convierten al
sujeto en un tipo deleznable, vil, arrastrado por su propio descubrimiento y
por su naturaleza. Siempre y cuando ese pedazo de carne que no se ve y que está
debajo de un montón de vendas se percate de lo que está haciendo realmente.
No cabe duda. Muchos
años han pasado ya desde este clásico de terror de la Universal. Ya no da
miedo, todo lo contrario. Causa risa y ternura porque la ingenuidad llega a ser
sorprendente. Sin embargo, hay algo que hace que persista en su encanto. Tal
vez sean esos efectos especiales que resultan, salvo en contadas ocasiones, tan
creíbles como los modernos gráficos informáticos. Aquí no había pantallas
verdes, ni croma, ni borrado digital, ni nada de eso. Sólo artesanía y
toneladas de paciencia. El guión llega a ser infantil, mínimo. La voz en
versión original de Claude Rains es fascinante. Demasiados años ya. Ya nadie sueña
con colarse sin que nadie le vea en casa de la vecina. Ahora es mejor hacerlo
desde casa, sentado al teclado de un ordenador.
James Whale dirigió
esta joya caduca y encantadora. Y Gloria Stuart, la anciana de Titanic, paseó su belleza por los
escenarios imposibles de un hombre que cree en su propia gloria y prefiere
pensar en ello antes que en la maldición de su invento. Los jóvenes de 1933
quedaron aterrorizados ante esas camisas que vuelan, ante esos rostros
desaparecidos, ante esos estrangulamientos invisibles. La pérdida de la
inocencia ya nos lleva hacia otros pánicos e, incluso, de forma mucho más real.
Ya no hace falta ver una película de miedo para pasarlo. Basta con echar una
mirada alrededor y darse cuenta de que, lo que no está, está aterradoramente
cerca.
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