miércoles, 4 de noviembre de 2020

EL HOMBRE INVISIBLE (1933), de James Whale


¿Seríamos invisibles pagando el precio de la ira? ¿Nos encantaría echar un vistazo a esa chica a la que siempre quisimos ver desnuda sin sentir que estamos invadiendo lo prohibido? ¿Disfrutaríamos cogiendo subrepticiamente la recaudación de cualquier comercio para poder seguir viviendo? ¿Dejaríamos atrás todos nuestros reparos morales con tal de disponer de un don que nadie es capaz de tener? Son demasiadas preguntas que, muy posiblemente, obligaría a tomar atajos en el raciocinio. Algunos, quizá, no sabríamos contestar a estas cuestiones con un mínimo de responsabilidad porque todo resulta excesivamente tentador. Colarse en casas sin que nadie se dé cuenta para espiar la intimidad, asestar un golpe sin dejar la más mínima pista porque no hay huellas, ni presencias, ni sospechas posibles, dar rienda suelta a las fantasías más prohibidas porque se presencian en directo. Y lo mejor de todo, mandando a la moral al infierno, sin preocuparse por detalles de conciencia, mimetizándose con el ambiente hasta tal punto que el mundo no se puede dar cuenta de tu existencia. Desaparecer. No ser nada. No ser nadie. Y, al mismo tiempo, serlo todo. Como un dios que escucha lo que los interlocutores se esfuerzan por mantener en secreto. Como una mirada cósmica que se introduce por las rendijas de la verdad. Quizá, lo peor, sería soportar esos indeseados efectos secundarios que aceleran la adrenalina y convierten al sujeto en un tipo deleznable, vil, arrastrado por su propio descubrimiento y por su naturaleza. Siempre y cuando ese pedazo de carne que no se ve y que está debajo de un montón de vendas se percate de lo que está haciendo realmente.

No cabe duda. Muchos años han pasado ya desde este clásico de terror de la Universal. Ya no da miedo, todo lo contrario. Causa risa y ternura porque la ingenuidad llega a ser sorprendente. Sin embargo, hay algo que hace que persista en su encanto. Tal vez sean esos efectos especiales que resultan, salvo en contadas ocasiones, tan creíbles como los modernos gráficos informáticos. Aquí no había pantallas verdes, ni croma, ni borrado digital, ni nada de eso. Sólo artesanía y toneladas de paciencia. El guión llega a ser infantil, mínimo. La voz en versión original de Claude Rains es fascinante. Demasiados años ya. Ya nadie sueña con colarse sin que nadie le vea en casa de la vecina. Ahora es mejor hacerlo desde casa, sentado al teclado de un ordenador.

James Whale dirigió esta joya caduca y encantadora. Y Gloria Stuart, la anciana de Titanic, paseó su belleza por los escenarios imposibles de un hombre que cree en su propia gloria y prefiere pensar en ello antes que en la maldición de su invento. Los jóvenes de 1933 quedaron aterrorizados ante esas camisas que vuelan, ante esos rostros desaparecidos, ante esos estrangulamientos invisibles. La pérdida de la inocencia ya nos lleva hacia otros pánicos e, incluso, de forma mucho más real. Ya no hace falta ver una película de miedo para pasarlo. Basta con echar una mirada alrededor y darse cuenta de que, lo que no está, está aterradoramente cerca.

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