miércoles, 16 de diciembre de 2020

MANDY (1952), de Alexander MacKendrick

 

Siempre es duro aceptar como padres que uno de tus hijos pueda tener algún tipo de limitación. Mandy es sorda y ha permanecido muda desde que nació porque ha vivido en un mundo de silencio, sin ruidos, ni palabras. Las cosas sólo tienen sentido para ella visualmente. Sin embargo, sus padres creen que, si dan con el maestro adecuado, Mandy podrá hablar. Sus cuerdas vocales funcionan, pero no sabe articular palabras. Los métodos de enseñanza en los años cincuenta no ayudaban a tener la tranquilidad necesaria como para iniciarse en cualquier disciplina, aunque sea en una aparentemente tan sencilla como es el lenguaje oral. Se trata de avanzar. Y también, en una afrenta hacia una sociedad demoledoramente destructiva, de ser aceptada por el mero hecho de saber comunicarse. Y además, ya se sabe. Los fracasos tienen muchos padres. Los éxitos, sólo uno. Los celos entre maestros entrarán en juego porque el orgullo es una alcahueta de mal vivir.

Esto podría pasarle a cualquier pareja. Y no es algo como para avergonzarse. Los prejuicios deben abandonarse al momento y pensar siempre en qué es lo mejor para la niña. Tiene seis años y necesita cariño. Es el momento de que aprenda el significado del sonido y de que sea consciente de que ella también puede producirlo. Y debe hacerlo rodeada de otros niños que son como ella. Mandy tendrá una oportunidad para crecer con jirones de felicidad. La sospecha dará vueltas en torno a la relación entre la madre y el maestro y eso tampoco ayuda demasiado. Lo primero es ella. Tiene que acceder a un mundo que es completamente desconocido, una selva de ruido y murmullo que alza sus brazos para engullir a los más débiles. La historia se agarra a la garganta sin llegar a la emoción fácil y comienza a crecer un sentimiento de rabia que se mezcla con el deseo de comprender y de colaborar. Así, el espectador también se convierte en maestro. Y la niña siente su propia capacidad, que es muy grande, muy especial.

Alexander MacKendrick dirigió con absoluto magisterio este drama desoladoramente social, que pone en juego una gran cantidad de prejuicios hacia las personas que, simplemente, son diferentes y también sobre cómo todo el entorno influye en su crecimiento y aprendizaje. Jack Hawkins realiza un soberbio papel como el maestro que trata de sacar todo lo mejor de la niña, Mandy Miller, que también trabaja maravillosamente el rol de la chica sorda presionada por todos los lados. El resultado es una película que deja literalmente clavado a quien la ve, haciéndose preguntas y dándose cuenta de que los movimientos de conciencia social son fácilmente manipulables en base a simples apariencias. Hay que hablar y hay que escuchar para darse cuenta.

Los rumores asedian el razonamiento y lo que parece un enamoramiento no es más que el deseo común de alcanzar el máximo beneficio sobre quien lo necesita. Para ello, es necesario pasar horas juntos, trazar planes de acción común, establecer indicaciones de comportamiento, enseñar en cada acto, sonreír en cada palabra. Mandy es una película que no se suele nombrar demasiado y habría que empezar a hablar sobre ella, sin más dilación.

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