miércoles, 9 de diciembre de 2020

LA MUERTE DE UN VIAJANTE (1951), de Laszlo Benedek

 

Sólo unas flores. Y una melodía triste. Y un recuerdo borroso y difuminado por un atardecer sin luz. Willy Loman ha vuelto a la tierra. Nadie recordará su paso salvo su mujer, Linda. Los hijos caminarán hacia el futuro con su dolor, pero sin su memoria. Vieron demasiado y sufrieron más allá de lo posible, rompiendo el corazón que tanto habían puesto. Al fondo, la nevera pagada a plazos. Más cerca, Willy, intentando hacer castillos en el aire de equilibrio menguante, tratando de conseguir más dinero de alguna forma que ignora, echando la vista atrás y dándose cuenta de que su época ya ha pasado y de que su vida es sólo un polvo cansino que flota en el aire que se evaporará con la primera ráfaga de viento. Todo se envuelve en el agotamiento y ya no hay fuerzas para luchar aunque haya muchas cosas por las que hacerlo. Sólo Linda está ahí, observando la deconstrucción del hombre que siempre ha cuidado de ella y que, a pesar de sus defectos y de su inevitable declive, es suyo. Por eso, esas flores. Por eso, ese cielo tapado de gris. Por eso, esas lágrimas sin destino.

Willy Loman fue bueno en su trabajo, pero cayó en las miserables debilidades humanas en las que todos hemos caído alguna vez. Tal vez se corrompió un poco. O puede que tonteara con alguna otra mujer mientras Linda le esperaba, haciéndose cargo de todo. Sin embargo, él representa al león cansado, en retirada, que ha mantenido cuanto le rodeaba y que ya no puede con el peso. Puede que haya una oportunidad para Biff, su hijo mayor. Gran chico. Lleno de dolor. Lleno de un fracaso que va a ser muy difícil sacudirse de encima. La verdad parece escondida en los rincones de una casa que muere de tristeza y de sueños perdidos. Quizá una casita en el campo para algún fin de semana y los quince días de verano. Quizá un empujón para que Biff y Hoppy puedan ir a la universidad. Willy llega al final del camino y sabe que no habrá muchas más salidas que la tierra que le acoge. Los trajes con chaleco ya no le aguantan más. Los ánimos e impulsos, tampoco.

Estrenada en teatro por Lee J. Cobb, aquí es Fredric March el que se hace cargo del mítico personaje de Willy Loman, cumbre de la carrera literaria de Arthur Miller en una obra que se acerca tanto al corazón que lo rompe al tocarlo. Ligeramente suavizada en su primera y mejor adaptación cinematográfica, Kevin McCarthy y Cameron Mitchell se hacen cargo de los hijos mientras Mildred Dunnock interpreta a una conmovedora Linda, siempre expectante y observadora, siempre a la espera de una mirada y de un reconocimiento y terriblemente hundida cuando el hombre con el que ha compartido su vida se va para no volver más. Pero lo cierto es que es muy posible que no haya habido ningún actor más capacitado para interpretar a Willy Loman que Fredric March. Él hace que sus miradas se claven en nuestra comprensión y en nuestra mente, para que entendamos y compartamos la angustia vital que rodea al hombre medio que nunca ha tenido verdaderas satisfacciones. Y la moral se queda ahí, en algún lugar de nuestra visión, anonadados por la tragedia de no haber sido un buen padre, o un buen marido, o un buen profesional.

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