Marie
Curie fue una mujer admirable. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nobel,
cambió los cánones de la ciencia e hizo que el modo de pensar de la comunidad
de sabios tuviera que moverse en otros niveles. Rompió moldes moralistas, trató
siempre de buscar nuevas fronteras de conocimiento, luchó con todas sus fuerzas
para destruir las rígidas convenciones dominadas por los hombres y convirtió el
amor en un elemento más de sus fórmulas químicas. Lo que la Humanidad hizo con
sus descubrimientos fue otra historia.
De momento, se vio
obligada a demostrar, casi matemáticamente, que una mujer era tan válida para
la investigación científica como cualquier otro ser humano. Lo hizo con
entusiasmo y terquedad, con la verdad por delante y la osadía como instrumento.
Para conseguir sus objetivos, no dudó en sacrificar lo que hiciera falta
manteniéndose dentro de sus propias reglas morales que, a menudo, causaban una
reacción atómica casi incomprensible para la época. Sin embargo, salvo raras
excepciones médicas, sus descubrimientos sirvieron para inaugurar la era
atómica, salpicada de desastres, de destrucción, de errores ingenuos y de
proporciones inimaginables. La radioactividad es un sustantivo que despierta,
por igual, temor y alivio. Y ella apenas pudo prever lo que se podía hacer con
ella.
No cabe duda de que la
historia de Marie Curie era lo suficientemente atractiva como para hacer una
película sobre ella. Sin embargo, la directora Marjane Satrapi, después de un
planteamiento prometedor, se atasca en un callejón de plomo, incapaz de
emocionar cuando hay elementos más que notables como para poner un nudo en la
garganta. En determinado momento, la trama pierde el rumbo, no sabe contar e,
incluso, nos hurta el que podría ser el instante más emocionante de esta
historia de inteligencia femenina, que deriva entre la bondad del invento y el
apocalipsis. Aún así, Rosamund Pike, en el papel de la protagonista, trata de
cargar sobre ella el peso de los acontecimientos y sólo lo consigue a medias,
con una interpretación que podría ser más intensa y que, no obstante, se queda
en aceptable.
Por otro lado, de forma
bastante incomprensible, Satrapi coloca una banda sonora que llega a ser
demencial, sin clima ninguno, tratando de conjugar el principio de siglo con la
evolución de los tiempos. Mareante, inadecuada y anacrónica, la música es un
verdadero enemigo que no se deshace con el temible hongo atómico y deja de
tener sentido por lo fallido del intento porque es culpable, en buena medida, de
la falta de emoción que aqueja todo el metraje.
Así que la película, de ese modo, se coloca, prácticamente, en una mirada distanciada, sin alma, con la pesadez de hacer que los minutos parezcan más largos y la historia más insulsa. Quizá la frialdad no sea la mejor manera de enviar el mensaje de que los descubrimientos científicos no son ni buenos, ni malos. Sólo son lo que la Humanidad hace con ellos. Y en este caso, la radioactividad ha tenido su lado decididamente diabólico y, también, humanitario. Otorgó esperanza y la arrebató, generalmente, de un solo golpe. Como la ciencia de la moral que es elástica según convenga a la opinión pública, o a la hipocresía de una sociedad que es incapaz de ayudar a la preparación y a la genialidad y, al mismo tiempo, dar alas al libelo y al escarnio. Como decía Einstein, puede que Dios no juegue a los dados. Sin duda, la ciencia tampoco lo hizo nunca.
2 comentarios:
Lástima que tan fascinante personaje histórico hay naugfragado en este "mar de los sargados" cinematográfico.
Pues sí, creo que merecía una mirada mucho más atinada y más emocionante. Por mujer, por luchar en una época en la que todo avance se topaba con muchos obstáculos y por la obstinación y el deseo de descubrir cosas que sirvieran de algo, aunque luego las empleáramos en fines más que discutibles.
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