Puede que no haya
habido un actor cuyas miradas fueran tan elocuentes, tan incisivas, tan
cortantes. En la elegancia natural de Christopher Plummer también se podía
intuir un lado ciertamente oscuro, que jamás salía a la luz, pero que estaba
ahí, expectante, deseando saltar a la manera de un tigre sobre el cuello de su
presa. Su estilo rara vez se precipitaba por el exceso conteniéndose en los
límites de la sobriedad, como el caballero que realmente era. Con su marcha, el
cine ha perdido mucha clase.
Su primer paso
llamativo fue como aquel experto en zoología que se marchaba a los pantanos de
Florida para estudiar las aves y se encontraba con una oscura trama de
asesinatos y dominaciones con Burl Ives imponiendo su poderosa silueta entre
los cañizales de Muerte en los pantanos,
de Nicholas Ray, una estupenda y desconocida película que pasó sin pena ni
gloria por las carteleras de la época. Sin embargo, Christopher Plummer iba
cimentando su prestigio a través de las tablas del West End y con su continua
dedicación a la televisión. Tardó unos años en volverse a poner delante de las
cámaras y lo hizo con un malvado y retorcido heredero al trono en La caída del Imperio Romano, de Anthony
Mann, enfrentándose a Stephen Boyd y a Sophia Loren mientras caía en los
infiernos de la locura y de la megalomanía.
Ese papel, le
proporcionó la oportunidad de interpretar al Capitán Von Trapp de Sonrisas y lágrimas. No cabe duda de
que, con toda probabilidad, sea su papel más famoso. Sin embargo, no dudó en
abominar de él porque pensaba que había hechos trabajos mucho más interesantes.
Cuando, muchos años después, fue galardonado con un Oscar al mejor actor
secundario por su papel de viejo homosexual en Principiantes, la organización no dudó en considerar como adecuado
que sonara la banda sonora de Sonrisas y
lágrimas. Él, ya en el estrado, se enfadó mucho por esa elección diciendo
si no podían poner otra música.
Consigue dar una
lección de versatilidad en esa película apasionante y que, a ratos, parece como
algo inacabada o informal que es Triple
Cross, en la piel del espía Eddie Chapman, un hombre que tenía que moverse
entre la perplejidad de su oficio, sus ventajas y sus enormes inconvenientes e
intervino, prácticamente como estrella invitada, en La noche de los generales, de Anatole Litvak, en el papel del
Mariscal de Campo Erwin Rommel. Su aparición fue muy corta y, sin embargo, su
porte natural consigue retratar con eficacia al mítico general, con permiso,
naturalmente, de James Mason.
Poco a poco, va
construyéndose una carrera extraordinariamente sólida con intervenciones en la
segunda versión de La escalera de caracol,
al lado de Jacqueline Bisset, sustituyendo a David Niven en la tercera entrega
de las andanzas del Inspector Clouseu en El
regreso de la pantera rosa o prestando una apariencia excepcional como
oficial de las fuerzas coloniales británicas mezclado en un oscuro asunto de
agresión y asesinato en Culpable sin
rostro, de Michael Anderson, al lado de un reparto de enorme prestigio que
incluía nombres como Michael York, Richard Attenborough, Stacy Keach, Susannah
York o Trevor Howard.
Quedó para siempre como
el único e inigualable Rudyard Kipling, narrador emocionado de las andanzas de
los pícaros Peachy Carnahan y Daniel Dravot en la maravillosa El hombre que pudo reinar, de John
Huston y realizó una estupenda interpretación del malvado Papá Noel que se
decide a asaltar una sucursal de un banco en un centro comercial encontrándose
con que el cajero es más listo de lo que parece en la excelente Testigo silencioso, de Daryl Duke. Alcanza
una madurez interpretativa fantástica cuando se encarga de dar vida al
detective más famoso de la historia, Sherlock Holmes, en la muy notable Asesinato por decreto, al lado del que,
quizá, sea el mejor Doctor Watson del cine, el gran James Mason. También fue el
marido engañado y derrotado de La calle
del adiós, como el tercer vértice del triángulo que completaban Harrison
Ford y Lesley Anne Down.
Los ochenta, sin
embargo, es una época de cierta zozobra en la carrera cinematográfica de
Christopher Plummer. Sus papeles son poco interesantes, poco importantes, sin
destacar demasiado en ninguno de ellos. Ese joven de mirada aviesa, de
irresistibles ojos azules, sin apenas labios y con un rostro que oscilaba entre
el cinismo y la superioridad, se inclinaba hacia la madurez sin demasiado
interés. A principios de los noventa, sorprende con una comedia en un papel
totalmente inesperado. Se trata de un mendigo al que llaman simple y llanamente
Mierda (ése es el nombre de su personaje) en Donde está el corazón, de John Boorman, una divertida y optimista
aventura sobre un grupo de jóvenes al que se une este sin techo para evitar el
derribo de un edificio emblemático en un barrio marginal de Nueva York. Plummer
aquí está divertido, ocurrente, despojado de cualquier atisbo de elegancia y,
no obstante, conservándola de una manera casi mágica. Alternando con sus
apariciones en televisión, llega la especialización en papeles de jefe con Lobo, de Mike Nichols y compone un
retorcido policía, obsesionado con demostrar la culpabilidad de una mujer en la
notable Eclipse total, de Taylor
Hackford, basándose en la novela de Stephen King.
Después, interviene en
títulos muy interesantes, siempre en papeles secundarios, como en Doce monos, de Terry Gilliam, la
estupenda y reivindicativa Agenda oculta,
quizá la mejor película de Ken Loach; El
dilema, de Michael Mann; Una mente
maravillosa, de Ron Howard; Syriana,
dando la réplica a George Clooney; la muy destacable interpretación de un
magnate de la banca con mucho que esconder en la excelente Plan oculto, de Spike Lee; su aportación como la voz del viejo
Charles Muntz en la película de Pixar Up…
Aún podríamos quedarnos
extasiados de la creación que realiza encarnando al escritor Leon Tolstoi en La última estación, en un maravilloso
duelo interpretativo con Helen Mirren, que le valió una nominación al Oscar al
mejor actor. Su delicada exposición de la forma de pensar del ruso inmortal se
acerca a la perfección para dar una idea de cuál es la auténtica dimensión del
amor verdadero. Al año siguiente, el Oscar por ese homosexual de la tercera
edad al borde del final en Principiantes,
un premio que fue un testimonio de cariño de toda la comunidad cinematográfica.
Aún tuvo fuerzas para interpretar al cabecilla de la retorcida familia Vanger
en la adaptación americana de Los hombres
que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson bajo la batuta de David
Fincher y de conseguir una última nominación al secundario al sustituir de
urgencia a Kevin Spacey en Todo el dinero
del mundo y realizando la proeza de aprenderse todos sus movimientos y
diálogos en cuatro días. Tuvimos, incluso, la oportunidad de entrar en las
oscuras y bienintencionadas motivaciones del típico millonario víctima de un
asesinato que no es serio, pero tampoco es broma en Puñales por la espalda, de Rian Johnson.
Quizá no fuera uno de esos actores que ha iluminado las carteleras con su sola presencia, pero siempre tuvo ese toque de estilo, de no salirse ni un milímetro del papel que estaba interpretando, de cumplir, desde un lugar reservado sólo a los más elegantes, con todos y cada uno de los matices que le tocaba sugerir. Sí, el cine, sin él, va a ser mucho más burdo y mucho más culpable.
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