No hay nada como pasar
un día con la familia en medio de la campiña francesa. Los años han pasado ya y
las pinturas de un anciano artista ya no tienen el pulso de antes, pero parece
que la energía experimenta un pequeño empuje cuando viene su hijo, su nuera y
sus tres nietos. Sin embargo, ese domingo es algo diferente, porque también, de
improviso, se presenta su hija soltera. Durante unas pocas horas, esta pequeña
sociedad familiar hablará mucho, respirará aire puro, se descubrirán sus
inquietudes y sus frustraciones. Y, tal vez, puede que lo inesperado también
venga a tomar el té.
El caso es que, en
contra de lo que pudiera parecer, la hija no es una amargada, sino una
adelantada a su tiempo. Es independiente y decidida y sabe lo que quiere. No es
presa de la soledad, sino de la fuerza que habita en su interior. Y eso, a
principios del siglo XX, es algo verdaderamente sorprendente. Se suceden las
conversaciones y no deja de haber una acción verbal en la que es más
descriptivo lo que se supone y no se dice que lo que resulta más evidente. La
muerte está cerca y los invitados no son conscientes de ello. La calidez se
adueña de las escenas y, al final, pase lo que pase, parece que el espectador
también es parte de esa familia bohemia y burguesa, una pincelada más en ese
cuadro impresionista que durante un buen rato nos regala el director Bertrand
Tavernier.
La atmósfera y la
nostalgia se adueñan del ambiente y, al fin y al cabo, el pintor considera que
su hija, en el fondo, vale mucho más que su bien instalado hijo. Quizá sea el
momento de confesar que las pinturas de ese anciano no son más que reflejos de
su propia personalidad y de su vida y que, tal vez, debería haber seguido la
corriente artística de unos cuantos artistas geniales coetáneos que
revolucionaron el arte. La edad se echa encima demasiado pronto y un baile
puede paliar algunos pensamientos de decepción. Puede que se haya necesitado
toda una vida para estar preparado y Ladmiral, el pintor, ha tenido que vivir
un domingo en el campo con su familia para darse cuenta.
Bertrand Tavernier dirigió esta película como si mandara sobre el tiempo. Y ahí, en la escena, es posible que el público se percatara de que lo consiguió. Un domingo en el campo es una hermosura leve que habla de algo tan etéreo como la vida, el pasado, el cariño, las obras que dejamos atrás y, tal vez, lo que aún podemos hacer. De alguna forma, la sensibilidad de un hombre ha traspasado la difícil frontera de lo pensado a lo realizado y, con la ayuda de una fotografía maravillosa firmada por Bruno de Keyzer, nos trae de nuevo a Renoir, a Becker, a Bergman y a Duvivier a los que también invita a unirse a esta reunión de sinceridades y de rutinas que, al fin y al cabo, siempre traen la novedad de un descubrimiento en el interior de nosotros mismos.
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