George C. Scott decía
en su autobiografía que “poseo un fuego
interno que me dirige a la hora de abordar los papeles que tengo que
interpretar” y no cabe duda de que, en esta ocasión, es así. Interpreta a
un veterano doctor en medicina, director de un hospital. Su vida es un
auténtico desastre. Es impotente, su mujer le ha abandonado y sus hijos no le
hablan. Para colmo de males, se ha enamorado de una mujer que tiene a su padre
ingresado y, si aún les parece poco, se están sucediendo una serie de extrañas
muertes que nadie sabe explicar demasiado bien. Incluso puede ser que sean
asesinatos. Demasiadas cosas en la cabeza para el atribulado doctor. Lo tenía
todo para triunfar y, sin embargo, se siente un fracasado competente. Y va a tener
que moverse por oscuros rincones de su propia personalidad para encontrar una
salida que no sea el suicidio. Algo hay de salvaje en esa vida que se empeña en
apretarle tanto que apenas puede respirar. Y también comienza a darse cuenta de
la pompa y el ridículo que rodea a la profesión porque inútiles,
desgraciadamente, no faltan. Tal vez sea el propio hospital el culpable de
todo. A veces, parece que tiene vida propia.
Mientras tanto, ese
maldito justiciero hospitalario sigue haciendo de las suyas y los muros del
edificio se precipitan sobre cualquiera que quiera poner algo de serenidad
entre ellos. La muerte y la sonrisa sarcástica son compañeras inseparables. La
elección para ese médico que apenas puede creer a todo lo que asiste resulta
absurda y así es todo el entorno. Caótico, surrealista, venial. Y el toque de
atención sobre los fingimientos, las falsas apariencias, las banalidades de la
arrogancia y las mentiras alrededor de algo tan serio como la salud es
evidente. Este médico tendrá que elegir entre irse a vivir a algún sitio que le
deje respirar o, por el contrario, poner al hospital en sus rodillas y darle un
par de azotes en salva sea la parte.
George C. Scott hace un trabajo soberbio en la parte más fructífera de su carrera. Totalmente agitado por las circunstancias, con una responsabilidad enorme dentro de un sector que se ha arrogado una autoridad inútil e irritantemente trascendente, Scott conforma un personaje atrapado en una situación kafkiana dentro de una comedia negra, que habla de las instituciones hospitalarias, de los miles de tipos de pacientes que pasan por sus camas y de las estúpidas vanidades de quien se cree mejor sólo por llevar una bata blanca. Su impecable interpretación ayuda a dar potencia al efecto corrosivo de la película, muy incómoda de ver, con el oportunismo a la orden de receta y, a pesar de que hay algunos momentos que se inclinan peligrosamente hacia la parodia, hay amargura en todo ello y su rostro la sabe reflejar con sabiduría. Una amargura que, por otro lado, parece que no tiene final en esa casa de dolientes, atendida por incompetentes, asediada por manifestantes y asolada por chiflados. Una buena medicina para los que desarrollan una insana tendencia a pensar bien.
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