Cuando
se crea algo, todo artista quiere ser importante para alguien. Tal vez porque
en cada uno de sus intentos, hay algo de la otra persona. Si la pintura es la
disciplina elegida, puede que en esos trazos se hayan puesto los ojos de
aquella a quien quieres agradar, puede que, en esos colores, haya algún
recuerdo compartido, alguna puesta de sol que no se olvida, algún momento en el
que la felicidad parecía ser una invitada que se negaría a marcharse. Y, sobre
todo, se desea la admiración, el reconocimiento, la palabra justa para la única
opinión que verdaderamente importa.
La señora Lowry creía
que su hijo se dedicaba a algo que no tenía ningún sentido. Al fin y al cabo,
en un mundo imaginado por ella misma, las habladurías de los vecinos al leer
las críticas negativas sobre los cuadros que él pintaba, serían insoportables
y, sobre todo, evitables. Sin embargo, él pintaba lo que veía y, también, lo
que sentía. Si la respuesta era la indiferencia de ella, entonces era bastante
posible que no le importara nada lo que él sentía. Y eso es una herida que se
abre para no cerrar, una ofensa imposible de reparar. Eso sólo merecía fuego y
rabia sobre su obra porque ni siquiera era capaz de salvaguardar los
potenciales elogios de una obra que, sin duda, fue única y original. L.S. Lowry
quiso poner en muchos lienzos el ambiente de la Inglaterra industrial, con sus
sombras como personas saliendo de sus fábricas, con sus fascinaciones por una
vida que él apenas acarició con las manos, con la certeza de que él estaba allí
para algo más que para cuidar, con todo el cariño del mundo, de una madre que,
en el fondo, se avergonzaba de su talento.
Así que, en sucesivas
conversaciones, descubrimos la mediocridad en la que él vivía y que, no
obstante, le servía para salir adelante, pagar las facturas y dedicar las
noches a su pasión y su auténtica profesión. Pintar era abrir ventanas a un
mundo apolillado que estaba deseando ser descubierto por unos ojos que sabían
mirar. En sus cuadros, lo primero que reflejaba era el blanco de plomo de la
zona más gris del país, como si detrás de todo lo que quería expresar,
estuviera la mirada vigilante y necesitada de su madre. Un cielo blanco. Un
aire de plomo. Un pincel preciso. Una risa cortada. Una observación incesante.
Un genio trabajando.
Timothy Spall y Vanessa Redgrave dan unas cuantas lecciones de interpretación en esta película bajo la sencilla dirección de Adrian Noble. Ellos solos llevan toda la película, otorgando humor, amor, dependencia, ironía, estallido, lágrima, arrepentimiento, belleza y complejidad a sus personajes bajo la delicadísima y tremendamente acertada banda sonora de Craig Armstrong. El resultado es una historia teatral, que apenas esconde su antecedente de obra radiofónica de la BBC, salpicada de diálogos ingeniosos, con decepciones de corazón y esperanzas que no se pierden intentando describir ese momento en el que Lowry está a punto de dar el salto al reconocimiento. Y estamos siempre de parte de él, porque su ternura, su maravillosa paciencia, su sacrificio constante es la mejor prueba de que no sólo en sus pinturas había grandes trazos de amor, sino también en su vida, esa maldita bruja cicatera que se empeñó en que no tuviera muchas razones para la perseverancia y para no perder ganas de vivir. El arte siempre está jalonado de historias que dan sentido a toda una obra. La maestría de L.S. Lowry guardaba una profunda confianza en el ser humano y en esos momentos que son capaces de extraer belleza allí dónde sólo había grandes columnas de humo.
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