Pues sí parece que
vienen, pero no, no vienen. Sólo es un submarino embarrancado que quiere salir
cuanto antes de las aguas territoriales estadounidenses. La histeria de la
Guerra Fría está en su apogeo y, si se ve algo parecido a un ruso de lejos, es
la invasión. El boca a oreja corre como la pólvora y todo un pueblo cree que es
el objetivo elegido por los soviéticos. Y esos marineros que sólo quieren un
empuje para salir pitando son simpáticos, buena gente. Sin embargo, el ser humano
es ese animal que siempre da preferencia a su ilógica interna antes que a los
hechos. Esos marineros no han hecho nada, sólo han nacido en otro país.
Probablemente, serían amigos de toda esta apacible gente del pueblo costero de
Nueva Inglaterra si no fuera por los respectivos gobiernos que se empeñan en
llevarse como el perro y el gato. Se va a demostrar en el campanario de una
iglesia. Una torre de hombres sin nacionalidad van a colaborar, como hermanos,
en una heroica, doméstica y algo chapucera operación de salvamento. Y esa es la
moraleja de toda esta locura. Sólo son hombres, personas, nada más. Como usted.
Como yo.
Mantener la cordura
cuando todo a tu alrededor se desmanda de una forma incontrolable no deja de
ser un ejercicio de paciencia. Es que parece que la gente prefiere creer en el
estereotipo antes que en la verdad. Ya se sabe. Los rusos son malos, sólo
quieren destruir a los americanos, obedecen ciegamente las órdenes de su
gobierno y no tienen ni un mínimo de humanidad. A las armas, a las armas.
América debe defenderse. La democracia ante todo. El estilo de vida americano
es la Biblia. Cargas de profundidad bajo la apariencia de una comedia algo
desbocada en algunos tramos que acaba por resultar profundamente ingenua, pero
intensamente verdadera. Al final, quizá la explicación más sencilla sea la
auténtica y, en este caso, así es.
Norman Jewison dirigió esta película en plena efervescencia de su carrera. Hasta el momento ya se había hecho cargo, por ejemplo, de El rey del juego o de la mejor conjunción entre Rock Hudson y Doris Day con No me mandes flores y estaba a punto de entrar en el Olimpo de los directores con títulos como En el calor de la noche, El caso Thomas Crown o El violinista en el tejado. Para ello contó con un reparto sólido en el que destaca el perplejo Alan Arkin como el teniente ruso encargado de deambular por la costa de Nueva Inglaterra en busca de un remolcador, Carl Reiner, como el único americano que mantiene la cabeza lejos de las barras y estrellas, y Brian Keith, como el sheriff del pueblecito. Alrededor de ellos, toda una pléyade de actores secundarios enloqueciendo por la invasión soviética entre un puñado de casitas de cuento y aparente paz de superficie. Y también algún que otro ruso al que parece que se le hinchan un poco los motores. Nadie es perfecto. Y más aún cuando todo se desata porque resulta atractivamente prohibido echarle un vistazo a la costa americana sin que los yanquis se den cuenta de que una nave bolchevique les está observando sin otra intención más que la de un turista cualquiera.
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