John Huston era un
hombre de una inteligencia extraordinaria. Cuando llegó la hora de abordar una
película sobre Sigmund Freud, no se entretuvo con una mera transcripción
hagiográfica, glosando las glorias y los logros del mayor renovador de la
historia del psicoanálisis. Planteó todo como una apasionante historia de
detectives psicológicos, tratando de encontrar razones para el trauma,
explicaciones para el sueño reiterado, atención a los detalles que se quedan
grabados en el subconsciente y, como un investigador privado, Freud une las
piezas y resuelve el misterio. Al fondo, sin prestar demasiada preponderancia,
también se halla la rebeldía del personaje, que lucha por sus revolucionarios
métodos frente a una sociedad médica anclada en la tradición y en la creencia
de que la histeria es sólo un problema que generan algunas personas que sólo
quieren ser el centro de la existencia ajena. Desechando un guión previo de
Jean Paul Sartre que el propio Huston calificó de galimatías, y con una sombría
puesta en escena que enrarece la atmósfera por momentos, el director invita al
público a sentarse en la oscuridad y emplear la razón para encontrar una salida
al laberinto mental de una enferma que fascina al eminente médico austríaco.
Las explicaciones, hoy en día, pueden parecer de una simpleza extraordinaria y
ni siquiera es necesario estar de acuerdo con ellas, pero no cabe duda de que,
en sí mismas, contienen la importancia y la validez de unos métodos aún
primarios, pero enormemente innovadores en un campo donde la medicina se había
estancado con premeditación.
Montgomery Clift, al
contrario que otras actuaciones suyas de la época, resulta convincente, menos
vacilante, más decidido en su encarnación del prestigioso psiquiatra. Tal vez
porque él también, en ese instante, estaba luchando contra sus propios
demonios, pero su interpretación es sorprendente, muy intuitiva y descubriendo
una nueva luz sobre un personaje histórico que, en muchas ocasiones, ha sido
tratado bajo demasiados clichés prefabricados. Al fin y al cabo, el cine
siempre se mueve en unos cuantos tópicos que deben ser explicados en un
limitado período de tiempo y, en esta ocasión, Clift consigue salvar esos
obstáculos creando algo nuevo, original y, tal vez con la rara excepción de la
estupenda creación que hace Alan Arkin en Elemental,
Doctor Freud, de Herbert Ross, un trabajo muy creíble en la piel del primer
galeno que se atrevió con la hipnosis como terapia y con el raciocinio como
lema.
En esta ocasión, Freud es más un genio incomprendido que un hombre desesperado por expandir sus ideas. Por supuesto, hay simplificaciones, atajos, falsas pistas y algún que otro detalle sobre el que se pasa sin ningún énfasis, pero es un caso práctico de todo lo que revolucionó el estudio de la mente humana en una época en la que todo parecía mentira, todo era fingimiento y todo se iba viniendo abajo piedra a piedra. El médico vienés se atrevió a descubrir uno de los lados del alma humana persiguiendo una verdad que nadie podía desvelar sin tapujos. Y también tuvo que escalar paredes demasiado verticales para llegar a una conclusión satisfactoria dentro del enigma que se esconde en el interior de cada uno de sus pacientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario