Minos habla e insulta.
Odia a las mujeres que se sienten libres. Se ve como un salvador del mundo
porque ellas son un verdadero peligro. Sin embargo, Minos va a tener a un
enemigo impenitente detrás de una placa. El inspector Letellier es un tipo que
trabaja duro y al que no le importa arriesgarse si el objetivo merece la pena.
Y Minos es una presa que debe caer porque está traspasando demasiadas líneas
rojas. El pánico se extiende por toda la ciudad y las mujeres miran por encima
del hombro y temen contestar al teléfono. Minos se cree un héroe. Freud hubiera
explicado con facilidad su complejo de superioridad, pero es un pozo sin fondo
de comportamientos erráticos que hacen difícil prever su próximo paso. Y
Letellier le va a perseguir hasta el mismo infierno.
La ciudad es el campo
de pruebas. Si hay que destrozarla para agarrar a un atracador de bancos, se
hace. Letellier arriesgará el cuello todo lo que haga falta, pero tampoco se
pone ningún límite en su trabajo. Es un perro de presa del que es muy difícil
librarse y guarda las calles con los colmillos fuera. Al fondo, muy lejos, pero
con la inspiración muy clara parece verse un Ford Mustang verde conducido por
un tal Frank Bullitt, y, sin duda, Letellier quiere parecerse a él sólo que con
su toque a la europea. Y Henri Verneuil, el director, quiere fusionar, en un
intento de cierta inteligencia el giallo
italiano de Mario Bava con el cine puramente policíaco que estaba causando
estragos allende los mares con Popeye Doyle y su French Connection al mando. El resultado es una película
interesante, con ciertos momentos de altura, como lo es esa persecución que
utiliza todo tipo de complementos y que acaba de forma espectacular con Jean
Paul Belmondo andando por el techo de un metro en movimiento.
Así que, con Ennio Morricone al fondo, hay que prepararse para sumergirse en una cinta llena de acción y persecución, con asesino en serie incluido y con inspector de policía inasequible al desaliento. El pecado es el móvil y la ola de sexo y lujuria que invade París se tiene que acabar. Menos mal que aún hay hombres como Jean Letellier, capaces de darlo todo con tal de agarrar al psicópata de turno y darle la vuelta hasta hacer de él un calcetín recién lavado. Además de todo ello, el asunto guarda una virtud bastante oculta y es su sorprendente realismo alejado de la manoseada espectacularidad. Todo ocurre con bastante naturalidad, incluso lo que no lo es. Su simplicidad juega a su favor porque no hay grandes juegos de efectos especiales, ni escenas enfáticamente estudiadas con los especialistas de turno. Todo es muy físico e inquietantemente cercano. El pluriempleo policial también va a pasar factura y Letellier deberá multiplicarse como un tambor de revólver girando en busca de la bala apropiada. La utilización de los escenarios como un elemento más de la trama es fundamental. Y el duelo está asegurado. Letellier quiere a Minos. Letellier quiere al atracador. Y correrá como un loco para conseguirlo.
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