Ser
o no ser, ésa es la cuestión. ¿Qué es lo que tiene que elegir un hombre?
¿Preferir las flechas de sus enemigos o el cariño de sus más allegados? Eterno
dilema en aras de la venganza que sólo hace más difícil el tránsito hacia el
Valhalla. Entre las brumas de las aguas del Norte y la rabia interior de un
destino que se evaporó entre la bestialidad, se halla un corazón que sólo
conoce la herida y que, cuando encuentra la verdadera razón de existir, tiene
que renunciar para asegurar un futuro de estirpe. Mal compañero es el oro de la
corona, pues siempre se afana en buscar las debilidades para que la sangre
corra y empape la verde tierra.
Quizá la respuesta a
todo se halle en las mismas puertas del infierno, donde se remueve la derrota y
la rabia. Demasiadas furias desatadas para que el acero corte el aire y la
carne con la razón como destino. Lo que fue ya no es y todo lo que parecía
bueno se torna en malvado. Es como si toda la brujería que rodea a los
valientes se hubiera congregado para organizar una orgía de fuego y desprecio.
La venganza se debe digerir con lentitud, en compañía del sufrimiento, para que
más largo sea su sabor cuando llegue el momento. Ese mismo que marca la espada
que se niega a salir de su vaina.
Robert Eggers es otro
de esos nombres que despiertan pasiones no demasiado justificadas porque suele
traicionar las reglas del juego que él mismo propone. En esta ocasión, todo
tiene un tono más coherente, aunque irremediablemente brutal y recreado en una
violencia que, a veces, se antoja algo derrapada. Es evidente su inspiración en
el Hamlet, de Shakespeare y que bebe
de otros realizadores que se han adentrado con destreza en los terrenos de la
espada y la brujería como John Milius. Hay escenas espléndidamente rodadas, con
especial atención a los duelos de escudo y hierro y sobresaliendo la bellísima
secuencia final. También destila ideas visuales de muchísimo interés. Sin
embargo, no es esa obra maestra que algunos quieren ver. Aquí hay un fallo bastante
notable en el apartado interpretativo. Anya Taylor-Joy consigue salir airosa de
un papel que podría haber resultado ridículo, Alexander Skarsgard, como el
protagonista, alterna momentos mejores y otros que merecen muy poco la pena,
destacando la insistencia en aparecer encorvado para subrayar la condición
fingidamente servil de su personaje. Nicole Kidman, sencillamente, está muy
mal. No consigue transmitir el valor que se le supone a su carácter y se
derrumba estrepitosamente cuando debe sacar vísceras para expresar, acusar y
rogar. Y eso sí, hay mucho grito. De esos que abren las puertas del Valhalla a
base de alaridos, de esos insistentes para que todos sean muy, muy feroces.
Y es que asistir al banquete de Odín no es nada fácil para los guerreros que sólo conocen la vida a través de la fuerza. La traición nunca prospera, dijo una vez un sabio. Más que nada porque, si prospera, nadie se atreve a llamarlo traición. Así que es mejor ajustar cuentas con el destino, asegurar que la dinastía se perpetúe y llorar una última lágrima para cabalgar por última vez por los cielos y estar sentado en la mesa de la eternidad. Al fin y al cabo, el infierno puede estar construido a base de ambiciones, de dudas, de envidias, de venganzas, de iras y de odios. El infierno, ése que también abre sus puertas con sus lenguas de lava y tradición trasnochada, podemos ser nosotros mismos. Mientras tanto, los cuervos tratarán de desligarnos de la tortura de vivir para darnos cuenta de que el único paraíso es la muerte.
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