Puede que, quien
pertenezca realmente al mar, empiece y acabe en las procelosas aguas del
océano. Al fin y al cabo, el oro es lo que mueve a los hombres y las
profundidades acogen inmensas cantidades de doblones hundidos con impensables
galeones de cualquier nacionalidad, esperando que alguien, quizá con una pata
de palo, los recoja. En esta ocasión, habrá aventuras por doquier esperando al
Capitán Thomas Bartholomew Red, además de un fabuloso trono de oro de algún rey
inca. Los españoles serán los enemigos y un pirata, diablos, siempre es un
pirata. Se rodea de gente de la peor calaña y, de vez en cuando, tiene que
comerse un muslito de rata para que el orgullo no quede maltrecho. Los duelos a
espada se suceden, las velas se despliegan, los trucos funcionan y la picaresca
se traslada a lo acuático con la facilidad con la que un tiburón acecha la
carne fresca. Es comedia con aventuras. Son aventuras con mucha sátira. Es
sátira sin ser demasiado vitriólica.
Roman Polanski coloca
en su objetivo al género de piratas para dinamitarlo desde dentro, con un
despliegue en la producción extraordinario y una banda sonora impresionante y
casi omnipresente de Philippe Sarde. Es cierto que es una película que ha sido
masacrada hasta límites insospechados, pero no es tan horrible como quisieron
dar a entender. Tampoco llega a la categoría de obra maestra y se queda muy
lejos de eso, pero es una entretenida y cínica historia, llena de situaciones
de cierta gracia, con secuencias de acción dirigidas y planificadas con sentido
y, eso sí, cierta tendencia al mal gusto. Walter Matthau realiza un esforzado
trabajo como el ventajista capitán pirata en un papel que, en un principio,
Polanski quiso para Jack Nicholson y, con posterioridad, para Michael Caine, y
domina la escena con una tremenda sabiduría, poniendo siempre al personaje más
allá del actor. Las goletas y galeones entablan persecuciones en alta mar y no
faltan cruces de palomas con los filos de las espadas asumiendo el papel de
alas. El viento es favorable para todo y, no obstante, fue un fracaso que costó
treinta millones de dólares y sólo recaudó uno.
Las cosas dan la vuelta
continuamente. En un principio, se puede ser prisionero de un petimetre español
y, luego, condenarle a jugar a los caballitos con el florete en la mano. Y, más
tarde, el presumido de las narices te roba el barco y lanzas maldiciones desde
el agua hacia el cielo, como si de la boca sólo salieran calumnias, pero el
destino es caprichoso y, tal vez, un plan astuto salga mal por culpa de una
cadena para acabar en una carrera imposible con todas las velas a barlovento.
Ser pirata es muy duro. En un momento, tienes toda la fortuna en las manos y,
un segundo después, algún listo te la arrebata porque tienen la fortuna en sus
intentos. Quizá falta que sepamos algo más sobre lo que fue y lo que significó
el Capitán Thomas Bartholomew Red, pero es que hay tantas cosas que hacer que
apenas queda tiempo para contar unas cuantas verdades. Si me disculpan…
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