miércoles, 21 de septiembre de 2022

LA CASA ENTRE LOS CACTUS (2022), de Carlota González-Adrio

 

Puede que allí, en medio de ningún lugar, haya habido la necesidad de poner cactus alrededor de una casa para que hagan la función de una alambrada de púas. A salvo de curiosos y de necios, aislarse es una solución para que unas chicas no conozcan nada del mundo. Nada de lo bueno. Nada de lo malo. Así la inocencia continuará intacta con el paso de los años. Lo único que hay que hacer es mantener escondidas las púas en las raíces de la situación. Lo demás es sólo la vida. Aunque sea algo mutilada.

Entre la vegetación exuberante y el calor del verano, se suceden los juegos y las apariencias. Una maestra, un teatrillo para dar rienda suelta a la creatividad, algunos discos, los años setenta pasando con lentitud. Todo parece estar en orden a pesar de que todo se base en el caos y en la pérdida. Hasta que aparece un desconocido que mira y observa, que hace todo lo posible por permanecer en la casa, con un propósito escondido, con unas intenciones oscuras.

La verdad puede aparecer en unos titulares, en un coche que debe desaparecer, en unas miradas que sólo juegan al temor de ser descifradas porque se hizo algo realmente malo, por mucho que haya dado lugar a muchas cosas buenas. La felicidad, en ocasiones, escoge caminos realmente tortuosos para sobrevolar y hacer un amago de posarse. En esta ocasión, también ella va a quedar herida con las punzantes agujas de la planta del desierto. Y más aún cuando, por el mismo discurrir del tiempo, las preguntas comienzan a aparecer como si fueran flores de cactus, en la madrugada, efímeras, pero hirientes.

Muchas razones deberían aducirse para que esta película quedase relegada a un intento, más o menos honesto, pero tremendamente fallido. Una de ellas puede ser la errática dirección de Carlota González-Adrio que decide ponerse la cámara al hombro incluso en las escenas más pacíficas. Tal vez habría que echar mano más de la estética y menos del academicismo propio de las modernas escuelas de cine. También es muy discutible la elección de ese color desvaído, intentando acentuar la levedad de los años setenta en medio de un paraje natural que merecería exhibirse en toda su belleza. Y otro error, aún más importante, es la continua obsesión por confundir lentitud con tensión. No es lo mismo. Como tampoco lo es equiparar el ritmo excesivamente pausado con la incertidumbre. Sobran subrayados sobre la inquietud que acaece sobre los protagonistas de la historia porque está todo muy claro, por mucho que se quiera conectar con honradez con el espectador. A su favor, sin duda alguna, se halla la naturalidad de Ariadna Gil, siempre con el tono de voz perfecto, con un timbre de ensueño, con una economía de gestos que ayuda entre esa confusión de movimientos de cámara. El resultado final es una película morosa, pesada, ciertamente aburrida, por mucho que su punto de partida sea atractivo. Quizá porque el pretendido misterio se descubre demasiado pronto y la eficacia de las púas pierde fuerza.

Así que no queda más que intentar elucubrar con algunas razones y tratar de esquivar el oportunismo del tema. Ni siquiera la banda sonora de Zeltia Montes ayuda a saltar sobre las carencias de la película. Su pretendida disonancia de cuerdas acaba por ser bastante soporífera y ni siquiera el consolador final consuela a un espectador que llega agotado de planos de pensamiento, de miradas temerosas y de púas por doquier. Más que nada porque parece que saltan y se clavan en la butaca intentando recordar que, en el fondo, la verdad es algo que sólo interesa a los que sufren la mentira.

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