lunes, 19 de septiembre de 2022

EL EFECTO DOMINÓ (1996), de David Koepp

 

Hay veces que las vidas se apagan. No se sabe muy bien por qué, todo se convierte en una agonía, en un no llegar a tiempo, en una pérdida continua del sentido de la oportunidad. Se apagan igual que una ciudad que se queda sin luz. Sin embargo, ese hecho desencadena una serie de acontecimientos que limitan con el absurdo en una concatenación imposible de situaciones. No hay luz. No se pueden expedir recetas médicas. No se puede continuar con una obra. La oscuridad está en todas partes. Comienza el pillaje. El miedo crece. La confianza es lo de menos. El tercero en discordia se introduce en la casa. Es un viejo amigo, pero tiene un deseo oculto de irse a la cama con ella. Y ya se sabe. El sexo es la más antigua de las razones y la más evidente. Y si ahora reina la oscuridad habrá ocasiones para todo.

Hay que comprar un arma. A precio de oro, naturalmente. La gente anda por ahí presa del pánico y la defensa es el primer pensamiento. Habrá que irse lejos para pasar el trago. La carretera es interminable y la  gasolina escasea. Aquel tipo que un día molestó en un cine puede que se vuelva en algo de imprescindible utilidad. Maldito efecto dominó. No dejan de caer fichas. Todo por un apagón. Es posible que haya que echarse unas cuantas carreras para desahogar la neurosis y convertirse en el hombre que se espera ser. Corre, maldito, corre. Tu amigo se desangra. Y la locura se extiende.

Kyle MacLachlan, Elisabeth Shue y Dermot Mulroney componen el inquietante trío protagonista de esta película que hace que sus personajes se muevan siempre por el incómodo filo del error en una situación atípica que se va volviendo paulatinamente más caótica. Sin embargo, coincidiendo con esa carrera desesperada que emprende el marido y cabeza de familia, comienzan a encenderse las luces en la relación de esa pareja que parece haberse desacompasado de forma un tanto ilógica, arrastrada por el cansancio inacabable de un recién nacido. En el guión y en la dirección, un maestro de las letras como David Koepp lleva a cabo un proyecto profundamente personal que atrae en sus planteamiento con algún que otro descuelgue hacia la incredulidad, pero manteniendo siempre el interés hacia una historia que parece complicarse a cada paso, como si los caracteres descritos en ella se deslizaran inevitablemente hacia un destino implacable que los condena a la ausencia de control en sus vidas. Quizá la rutina tenga una pequeña parte de felicidad en la relación de una pareja. Sólo falta que ellos mismos se den cuenta de ello.

Los cartuchos se encallan porque el agua se apresura a inundar las almas que siempre tienden hacia la corrupción. Puede que el ser humano, en el fondo, esté deseando hacer daño para que se abra un camino hacia el desahogo. La tranquilidad es algo que ya no se estila y es posible que sea necesaria una situación sin control para valorarla en su justa medida. La camisa limpia, el atardecer, el llanto, la noche sin fin, la mañana oliendo a café, los buenos días del vecino…ése debería ser el auténtico efecto dominó.

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