Nadie,
ni siquiera alguien acostumbrado a apretar el gatillo al servicio de otros,
está exento de padecer esa terrible enfermedad llamada Alzheimer. Por supuesto
que, en este caso, es un grave inconveniente y más aún cuando todo se desordena
porque, incluso en esa profesión, debe haber ciertos límites a los que se
podría denominar ética y que, sin embargo, también se hallan relacionados con
la memoria. No todas las balas valen. No todos los encargos son justificables.
Y el tiempo apremia, porque los recuerdos vuelan y sólo queda un suave rastro,
una esencia, apenas nada, para seguir adelante con algo que ni siquiera tiene
nombre.
La muerte es algo
cotidiano para quien trabaja como sicario del mejor postor. E, incluso ella, se
presenta como algo difuso que espera al final de todos los caminos. Se trata de
ser inteligente cuando todo en la mente tira hacia el lado contrario. No vale
quedarse quieto, esperando que llegue la hora y dejar que todo eso que se ha sido,
se evapore. Por mucho que se haya sido algo innombrable y terrible y haya
quedado escrito con letras de sangre. Si no se tiene la certeza de terminar lo
ya empezado se trata de encarrilar a otros para que la justicia, esa que tanto
se debe a los más débiles, se ejecute. Y lo hará el el elemento disonante. El
que no tiene sitio. El que, tal vez, sea más implacable para que, por una vez,
no pierdan los de siempre, sino los de más arriba.
Cuando las palabras
comienzan a sonar incoherentes y los olvidos son algo más que un despiste, el
mundo se quiebra en mil pedazos y el pánico se adueña de la desorientación y de
la blancura de una memoria que se queda borrada. Otros, no obstante,
preferirían olvidar. No tener grabados a sangre y fuego los recuerdos que hicieron
que la persona que se fue nunca más volviera. La mente es traidora porque
abandona el cuerpo sin avisar y hay que correr para que todo tenga un sentido
antes de que se vaya definitivamente. La acción consiste en no pensárselo dos
veces y tener claras las ideas en medio de las brumas. Sólo los que han tenido
bien presente lo que son y lo que han sido podrán salir del coche por la puerta
de atrás para llegar a la última e inevitable conclusión. Y la belleza, por una
vez, no será la excusa, sino la coartada.
Interesante película de
premisa muy atrayente dirigida por Martin Campbell con cierta pericia a pesar
de que la trama tarda un trecho en centrarse debidamente. Liam Neeson resulta
perfecto en la piel de ese asesino al que se le deshilacha la memoria a marchas
forzadas mientras Guy Pearce trata de comprender, detrás de la placa y del
chaleco antibalas, las motivaciones y verdades de un asesino que se ha negado a
matar. Monica Bellucci, por su parte, aporta su categoría de femme fatale a un relato que se mueve
dentro de los márgenes del cine negro, aunque, en principio, puede no
parecerlo. El resultado es eficaz, sin llegar nunca al magisterio, con momentos
realmente brillantes y serenos, como intentando abrirse paso en un bosque de
medias verdades y de intereses creados que tratan de confundir a cualquier
intruso que trate de seguir la pista.
Así que es tiempo de revivir todo aquello que se queda como esencia en la memoria, porque, al fin y al cabo, somos nuestros recuerdos y, cuando alguien sufre una demencia cognitiva, pierde todo lo que es. Por mucho que sea alguien despreciable. Por mucho que, en un último acto de lucidez, quiera dejar el rastro de una buena acción en un mundo que se mueve peligrosamente en los márgenes de la crueldad sin paliativos. Para ello, es necesario tener el cargador repleto y los objetivos claros. El resto es recordar. Sólo recordar. Nada más que recordar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario