Aquel
equipo de waterpolo encabezado por Manel Estiarte y Pedro García Aguado y que
destacó por su entrega y su lucha en las Olimpiadas de Barcelona, hizo que ese
deporte ya no sonara como algo raro reservado a unos pocos niños pijos de
piscina privada. Por primera vez, se vibró con una selección que hizo todo para
ganar, que mereció ganar y que ganó en el corazón de todos los que vieron su
esfuerzo extenuante. Por primera vez, la gente dejó la conversación en la mesa
del bar y se dieron la vuelta para ver por televisión y en directo de lo que
eran capaces un puñado de españoles con un corazón más grande que una piscina
olímpica.
Por supuesto, por el
camino no hubo sólo rosas. También se sembraron espinas y hubo que superar
separaciones propiciadas por el grupo de los prepotentes catalanes y los
chulitos madrileños. Todo ello bajo la dirección de un hombre que buscaba
gladiadores del agua y que fue el encargado de dar unas cuantas patadas en la
retaguardia de aquellos musculosos muchachos para que creyeran en sí mismos y
tuvieran la certeza absoluta de que podían ganar a cualquier selección que se
les pusiera por delante.
Resulta curioso
comprobar cómo el cine español se ha acercado muy pocas veces, por no decir
ninguna, al deporte desde una perspectiva épica para resaltar algunas de las
increíbles hazañas de nuestros deportistas. Siempre ha sido matizado desde el
punto de vista del humor, que podría arrancar con aquella El fenómeno, con Fernando Fernán-Gómez marcando el gol de forma
poco ortodoxa, o con fines propagandísticos, como ocurrió con La saeta rubia, tratando de convertir a
Alfredo di Stefano en un héroe cinematográfico. Más recientemente tenemos otros
ejemplos del que cabría destacar el intento de Javier Fesser con las cejas
levantadas y la efectividad puesta en marcha de Campeones. En esta ocasión, hay que alabar sin ambages el trabajo
de Dani de la Orden de Alex Murrull a la hora de abordar esta historia de
empuje, de esfuerzo constante, de separación y de encuentro, de inseguridades y
errores, porque ambos directores saben tensar la cuerda y mantener en todo
momento un ritmo alto de narración, con secuencias creíbles de los partidos y
con un sentido heroico absolutamente cercano y certero. En el apartado interpretativo,
habría que destacar la contenida interpretación, llena de matices que realiza
Álvaro Cervantes en la piel del que, por aquel entonces, estaba considerado el
mejor jugador de waterpolo del mundo, Manel Estiarte, que se halla muy por
encima de ese chica más de chupa y de gafas de sol vacilonas que interpreta
Jaime Lorente encarnando a García Aguado. El resultado es excelente. Una
película que deja satisfecho y que, con toda seguridad, cosechará unas cuantas
nominaciones a los Premios Goya.
Y es que el triunfo puede encontrarse de mil maneras diferentes cuando los músculos se hallan al límite y el gesto se frunce en busca de la fiereza. Cualquier error se paga con la derrota y, a veces, cuando se cree en el fracaso se obtiene un reconocimiento inesperado porque entra dentro de la forma de ser española. Sí, el español es ese individuo que defenderá a los suyos a pesar de que no esté de acuerdo con ellos, es ese tipo que luchará hasta que no pueda más, tragándose mares de orgullo mientras remueve las aguas con su carácter. Es ese mismo que puede fracasar una vez, pero que, a la siguiente, saldrá con la seguridad de que jamás se podrá alcanzar la gloria si, primero, no se ha perdido.
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