No hay nada que pueda
ser más poderoso que un asesinato. O sí. Tal vez un drama de una familia
disfuncional, que ha vivido entre el terror y la huida. La sombra del padre es
demasiado alargada y eso parece planear sobre todas las vidas de los que tienen
contacto con él. Incluso la de su hijo, el sheriff Wade Whitehouse, que también
bebe, como su padre, y trata de huir de sí mismo, como su madre. Wade acabará
rompiendo sus nervios cuando la tensión sea insoportable. No puede más. Y es
incapaz de construir una existencia al lado de nadie porque enseguida se dan
cuenta de que la figura del padre le domina, le aflige, le secuestra y le
anula. El final será trágico aunque el asesinato sea resuelto. Demasiado ruido
alrededor. Demasiadas jugadas en el mismo filo de lo éticamente aceptable.
Demasiado alcohol para calentarse en un ambiente congelado.
Glen Whitehouse, el
padre, es uno de esos hombres que pueden hacer que el estómago se te vuelva
agua. Y esa agua, por supuesto, se vuelve hielo. Todo está contaminado y
detenido. No ha habido cariño, ni buenos consejos, ni nada parecido. Sólo la
tortura mental como única meta con los miembros de su propia familia. Ha
conseguido que todos tengan un trozo de su propio corazón hibernado, incapaz de
latir con normalidad, muerto en vida. El frío penetra en los pulmones con tanta
fuerza que parece que hay un cuchillo clavado en ellos. Y Glen aumenta esa
sensación mil veces. Mil y una. Mil y dos…
Paul Schrader, como
siempre, se movió en la incomodidad para dirigir esta pieza de introspección
cruel hacia el interior de una familia con la excusa de un asesinato ocurrido
en una pequeña localidad de New Hampshire. Aunque el crimen queda en un segundo
plano por las terribles tensiones familiares, la película parece convertirse en
un arma cortante, desasosegada, intranquila, sin muchos agarraderos a los que
asirse. James Coburn demostró que era un actor que estaba mucho más allá de una
sonrisa lacónica y una presencia, y Nick Nolte es el hombre ideal para
representar la carne hundida en un camino interminable hacia el infierno. En
esta ocasión, un infierno helado. Sissy Spacek no puede con lo que ocurre
alrededor de su personaje y Willem Dafoe lo narra todo con un dolor que parece
que no existe. El resultado es una película incómoda, difícil de tragar,
extraordinariamente bien interpretada en todo su reparto y que deja al
espectador colgando de un precipicio en el que no sabe muy bien si debe
arrojarse.
Y es que cada familia es un mundo que, en muchas ocasiones, no merece la pena ser descubierto. Es cierto que la historia original de Russell Banks no deja que el melodrama doméstico sobrepase al crimen que sirve como punto de partida, móvil y resolución y que Schrader prefiere que todo sea al revés, pero aún así, hay momentos en que el cine te hace preguntarte algunas cosas y sientes como si engulleras una bola de nieve sin dar tiempo a que se derrita. Tal vez porque, en muchas ocasiones, no hay ninguna respuesta.
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