martes, 15 de noviembre de 2022

QUIERO LA CABEZA DE ALFREDO GARCIA (1974), de Sam Peckinpah

Nunca es fácil viajar al infierno. Descender todos los peldaños hasta allí mismo, donde el diablo espera  con el tenedor y el cuchillo preparados, es duro y va a ser necesario sortear distintas pruebas ideadas por alguna mente más perversa que el mismo Lucifer. Al fin y al cabo, ¿qué puede hacer un simple pianista? Sí, es verdad, la cabeza de ese tipo que preñó a la hija de un todopoderoso mafioso mexicano, es bastante fácil de localizar, pero el trayecto va a ser muy extraño. Sobre todo porque, por ahí en medio, están esperando dos asesinos profesionales muy particulares que creen que las balas son las sílabas con las que se debe hablar. Y es entonces cuando esta odisea con cabeza se convierte en un periplo descabezado, feo, violento y, aún así, fascinante. La crueldad se transforma en el móvil de los protagonistas. Y no cabe duda de que, al final, habrá sangre. La recompensa es que, en el fondo, hay algo que no se dice, que no es y que, además, no parece. Eso es algo inevitable cuando hay que tratar con el mismísimo diablo.

A la interpretación áspera y difícil de Warren Oates en la piel de ese pianista atribulado, incauto y más listo de lo que, en principio, parece, hay que sumar esa atípica pareja de asesinos sanguinarios que incorporan dos actores tan poco cercanos a estos registros como Robert Webber y Gig Young. Pareja más allá del par de gatillos que manejan, en sus breves apariciones resultan magnéticos y misteriosos, a la par que evidentes en muchos de sus gestos. Un millón de dólares es un buen montón de motivos para ser ligero con el percutor y llevarse por delante a cualquiera. Y detrás de la cámara se halla un director salvaje y desatado como Sam Peckinpah. Sí, por supuesto, en algún momento parece que Peckinpah resulta algo chapucero en el acabado formal de la película, pero la historia parece incardinarse dentro de su piel, como si fuera parte de su personalidad puesta en celuloide. La impresión final es de un título hecho con ira, sin contemplaciones, en la línea de lo que él sentía en su indomable corazón, con la vileza propia del combate a bocajarro, con los días abrasadores de México en el ojo, con el rojo intenso de la violencia desbocada en su legendaria cámara lenta.

Bennie va a ser el catalizador de toda esta búsqueda y de este regreso. Y dentro de esta poesía de muerte, con sabor a polvo y a pólvora, parece que algo intrínsecamente hermoso que rellena sólo parte de las expectativas, como si Peckinpah quisiera enviar el mensaje de que esto no es lo más heroico del mundo, pero que, entre tanta orgía de sangre, es lo mejor que se puede ofrecer en una época a la que él ya no pertenece. Esa tierra de perdedores hartos de derrota sólo puede inundarse de rabia y venganza. La ferocidad forma parte del ser humano y también es hora de que el maligno se dé cuenta de que, de alguna manera, es un enemigo temible si decide enfrentarse a él. Y todo eso sin olvidar de que existe la camaradería, la amistad, el amor…Complicado, muy complicado. No todo el mundo es capaz de acompañar a Bennie mientras trae la cabeza de Alfredo García.

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