Nunca es fácil viajar
al infierno. Descender todos los peldaños hasta allí mismo, donde el diablo
espera con el tenedor y el cuchillo
preparados, es duro y va a ser necesario sortear distintas pruebas ideadas por
alguna mente más perversa que el mismo Lucifer. Al fin y al cabo, ¿qué puede
hacer un simple pianista? Sí, es verdad, la cabeza de ese tipo que preñó a la
hija de un todopoderoso mafioso mexicano, es bastante fácil de localizar, pero
el trayecto va a ser muy extraño. Sobre todo porque, por ahí en medio, están
esperando dos asesinos profesionales muy particulares que creen que las balas
son las sílabas con las que se debe hablar. Y es entonces cuando esta odisea
con cabeza se convierte en un periplo descabezado, feo, violento y, aún así,
fascinante. La crueldad se transforma en el móvil de los protagonistas. Y no
cabe duda de que, al final, habrá sangre. La recompensa es que, en el fondo,
hay algo que no se dice, que no es y que, además, no parece. Eso es algo inevitable
cuando hay que tratar con el mismísimo diablo.
A la interpretación
áspera y difícil de Warren Oates en la piel de ese pianista atribulado, incauto
y más listo de lo que, en principio, parece, hay que sumar esa atípica pareja
de asesinos sanguinarios que incorporan dos actores tan poco cercanos a estos
registros como Robert Webber y Gig Young. Pareja más allá del par de gatillos
que manejan, en sus breves apariciones resultan magnéticos y misteriosos, a la
par que evidentes en muchos de sus gestos. Un millón de dólares es un buen
montón de motivos para ser ligero con el percutor y llevarse por delante a
cualquiera. Y detrás de la cámara se halla un director salvaje y desatado como
Sam Peckinpah. Sí, por supuesto, en algún momento parece que Peckinpah resulta
algo chapucero en el acabado formal de la película, pero la historia parece
incardinarse dentro de su piel, como si fuera parte de su personalidad puesta
en celuloide. La impresión final es de un título hecho con ira, sin
contemplaciones, en la línea de lo que él sentía en su indomable corazón, con
la vileza propia del combate a bocajarro, con los días abrasadores de México en
el ojo, con el rojo intenso de la violencia desbocada en su legendaria cámara
lenta.
Bennie va a ser el
catalizador de toda esta búsqueda y de este regreso. Y dentro de esta poesía de
muerte, con sabor a polvo y a pólvora, parece que algo intrínsecamente hermoso
que rellena sólo parte de las expectativas, como si Peckinpah quisiera enviar
el mensaje de que esto no es lo más heroico del mundo, pero que, entre tanta
orgía de sangre, es lo mejor que se puede ofrecer en una época a la que él ya
no pertenece. Esa tierra de perdedores hartos de derrota sólo puede inundarse
de rabia y venganza. La ferocidad forma parte del ser humano y también es hora
de que el maligno se dé cuenta de que, de alguna manera, es un enemigo temible
si decide enfrentarse a él. Y todo eso sin olvidar de que existe la
camaradería, la amistad, el amor…Complicado, muy complicado. No todo el mundo
es capaz de acompañar a Bennie mientras trae la cabeza de Alfredo García.
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