La
adolescencia es esa edad en la que se dibujan los mejores sueños en el cielo y,
según van pasando los días, algunos caen y se estrellan contra el suelo,
mientras otros permanecen. Tal vez porque han sido diseñados mejor, o con más
convicción, o con más ganas de que se queden ahí, como guía, como meta a
alcanzar. La vida, mientras tanto, se encarga de mostrar sus lados más feos,
haciendo perder todo rastro de inocencia que se manifiesta de las maneras más
raras. Desobedeciendo las reglas. Desafiando a los mayores. Saltándose lo
razonable. La infancia quiere quedarse y no sabe que está condenada a morir.
Entre medias,
deambularán las ilusiones de los padres, los consejos sabios de los abuelos,
las tentaciones perdidas de los amigos e, incluso, los compañeros que, muy
pronto, dejarán de serlo. Los profesores, mientras tanto, prosiguen con su
labor incansable de intentar educar cercenando, a veces sin piedad, todo rastro
de creatividad. Quizá porque el creativo puede llegar a ser el enemigo en una
sociedad a la que hay que enseñar a pensar. Quizá porque el que se atreve a
crear también osa amar la libertad.
No cabe duda de que,
por otro lado, cuando se intentan otros caminos, surgen nuevas tentaciones. Y
no faltan nuevas ideas educativas dirigidas exclusivamente a una clase elitista
destinada a dominar al resto de los mortales a través de enormes torres de
cristal donde se toman las grandes decisiones. Y es posible también que haya
algunos que crean que eso está edificado sobre la mayor de las falsedades y que
todos aquellos que aspiren a ocupar el último piso son los que, precisamente,
merecen mayor desprecio. Luchar no es fácil. Los atajos son siempre callejones
sin salida. No hay otra salida más que ponerse de pie y seguir caminando hacia
ese dibujo que se ha quedado en el cielo, como un deseo más en el terrible
rompecabezas de un niño que ha empezado a dejar de serlo.
Después de ese intento
de trasladar Apocalypse now al
espacio con Ad Astra, el director
James Gray nos coloca este melodrama semiautobiográfico con referencias muy
evidentes a Los cuatrocientos golpes,
de François Truffaut, pero sustituyendo la huida de Antoine Doinel por la
renuncia de Paul Graff, notablemente bien interpretado por Banks Repeta y bien
acompañado por Anne Hathaway y Jeremy Strong y, por supuesto, dominando la
escena en cada secuencia por Anthony Hopkins, sabio y sereno, dulce y
experimentado. A pesar de la solvencia del elenco, el resultado en conjunto es
corto, sin suficiente sabor, desequilibrado en su intento de descrédito de la
América trumpista, dirigido a una élite de racismo latente y nunca evidente,
despreciativa en maneras, injusta en actitudes tácitas, nunca culpable, siempre
acusadora. La película, en sí misma, es bienintencionada, a pesar de sus trazas
folletinescas, pero sin poso, con una sensación de vacío que no lleva a ninguna
parte salvo, tal vez, a una cabaña en el jardín donde se depositan los sueños
de una niñez que se escapa a golpe de realidad. Demasiado poco para tanta ambición.
Así que es posible que haya que adentrarse en los temores de una edad en la que se quiere ser todo y se cree que se puede ser todo y en la que se atisba la fealdad de la edad adulta, con sus debilidades y sus crueldades, sus injusticias y sus silencios. Algo que resulta abrumadoramente difícil de asumir cuando se trata de unos años en los que se quiere hablar aunque no se tenga ninguna vergüenza hacia el error o la equivocación.
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