miércoles, 9 de noviembre de 2022

BARDO (Falsa crónica de unas cuantas verdades) (2022), de Alejandro González Iñárritu

 

Quizá, en el momento justo de antes, se entremezclan todos los pensamientos, todos los sentimientos y todos los sufrimientos. El dolor se olvida y renace, el trabajo se convierte en un bucle interminable sobre lo que se quería haber dicho y nunca se dijo, el juego con la pareja es un busca y pierde en el que siempre se interpone el instante más difícil de dejar atrás. Los homenajes se confunden con los deseos, la identidad se pone al descubierto, se tiene conciencia de todo lo inútil que se ha hecho y que tanto ha costado y, también, es la oportunidad de mirarse al espejo para darse cuenta de que jamás se ha llegado a las suelas de los zapatos de los que nos han precedido. Es el sueño alucinógeno de antes de la última llamada. Es la vida contada en una falsa crónica.

Así, es posible que esa existencia de la que tantas veces hemos perdido el sentido, se transforme en una balada cantada por un bardo que volverá una y otra vez al principio, al día deforme de la felicidad desgraciada. Dejar marchar los tormentos, esos mismos que mixturan lo agridulce con la ternura, la ilusión con la derrota, no es nada fácil, porque también se va una parte de nosotros mismos, de lo que hemos sido y de lo que hemos pretendido ser y casi nunca hemos llegado a ser. El sueño de antes deforma la percepción de la realidad y lo que es onírico se vuelve verdad, lo que es ayer se torna lejano como si hiciera tres o cuatro años que ocurrió, lo que es sinceridad se ahoga irremisiblemente en un océano de inquietudes insatisfechas, de frustraciones conseguidas o de plenitudes incompletas. No importa nada porque es el sueño de antes y sólo queda encaminarse hacia la luz, hacia ese cielo largamente deseado, hacia la creación y la imaginación que siempre ha estado ahí, latente, agazapada, presta a saltar y que nunca tuvo su oportunidad.

Es bastante complicado adivinar cuál es el sentido de la comedia según Alejandro González Iñárritu porque esta película está anunciada como tal y no lo es. Bucea en abismos insondables de sí mismo para componer su particular Ocho y medio en una estructura que recuerda bastante al All that jazz, de Bob Fosse, pero sin canciones. No cabe duda de que González Iñárritu quiere exorcizar fantasmas que le acosaron en sus horas más difíciles y que siempre estuvieron ahí, saltando a su alrededor, sin tocarle, pero sin dejarle avanzar. La muerte, cuando se presenta, no es fácil de echar. Y lo que es aún peor, deja su presentimiento, su esencia, su seguridad y su inevitabilidad. Tal vez, la única forma de dejar de sufrir sea con ese sueño de antes de la muerte, cuando se ajustan las cuentas con la propia conciencia.

El resultado no deja de ser un acercamiento muy surrealista en la línea de Luis Buñuel, con una interpretación muy destacada del español Daniel Giménez Cacho y una sucesión de escenas en las que se fusiona el sueño, la realidad, el deseo, la pena, la decepción y el final, con una vuelta completa a ese enorme plano secuencia que llega a ser la vida. Por supuesto, González Iñárritu tiene momentos de enorme brillo con la realización de largos y complicados planos en los que mezcla técnica con narración y situación. Sin embargo, en algún pasaje, parece como que hay una cierta complacencia hacia su agudeza, hacia las cosas que se plantea, hacia las dudas que a todos acosan y, en un instante concreto, puede caer incluso en la ingenuidad a pesar de que no lo pretende. No es su mejor película, pero está a gran altura. La misma a la que se coloca nuestro espíritu justo cuando entra en la fase más profunda del sueño de antes.

No hay comentarios: