De repente, es como si
una familia real de izquierdas se hubiera instalado en los alrededores de la
Casa Blanca. Se supone que ya es suficiente con un solo Kennedy en la
Casablanca. Cuando llegue el momento, ya nos ocuparemos de los otros dos. Un
tipo que quiere regalar nuestras posiciones en el Sudeste Asiático, llegar a un
ramillete de acuerdos en materia nuclear con Kruschev y permitir el ascenso de
los derechos civiles de los negros no es bueno para el país, ni para nuestra
causa. Y no hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que nuestra
causa es el dinero. Nuestros negocios, nuestros mercados potenciales corren un
gran peligro con este traidor en la presidencia. Así que lo mejor es que se
planeen bien las cosas. Y consultar con auténticos especialistas sobre el arte
del francotirador. El fuego cruzado triangular es la clave. Cuando Kennedy esté
en Elm Street, es hombre muerto.
Así que no hay que
reparar en gastos. Lo primero es ganarse a nuestro favor a unos cuantos
infiltrados dentro de las altas esferas. En la CIA, en el FBI y en la misma
Casa Blanca. Lo segundo, es practicar con los mejores tiradores del país que,
por aquellas cosas de la política de restricciones en los servicios de
espionaje, están disponibles. Blancos móviles sobre vehículos descubiertos. Lo
tercero, es permanecer bien atentos a la agenda política del presidente y
elegir cuidadosamente el lugar. Lo cuarto, es preparar a un tal Lee Harvey
Oswald como cordero preparado para el sacrificio. Es un hombre de los servicios
secretos, eso está claro. Lo único que hay que hacer es servir su cabeza en una
bandeja para que nadie meta las narices en el mundo de las finanzas. Kennedy,
esté donde esté, será un hombre muerto.
Muchos, muchos años antes de que Oliver Stone se decidiera a hacer una película tan extraordinaria como JFK, el guionista Dalton Trumbo se aventuró a construir su propia teoría de la conspiración sobre el magnicidio más famoso de toda la historia metiendo el mundo de la alta empresa, aquellos que verdaderamente manejan los hilos, en la cúspide del complot. Hay alguna que otra teoría nueva, algún dato rematadamente erróneo, posiblemente desmentido con el tiempo, algún modus operandi que coincide plenamente con Stone, motivos idénticos, y un interrogante muy interesante al final sobre la coincidencia de la muerte de dieciocho testigos directos del asesinato que murieron, muchos en extrañas circunstancias, en los cuatro años siguientes a la consumación de los hechos. La película, por supuesto, se resiente del paso del tiempo. Lo que entonces parecería novedoso, hoy resulta irremediablemente antiguo e, incluso, barato. Por supuesto, se rehúye el estilo documental, a excepción del rescate de algunas imágenes televisivas de la época, y se deja sin explicación alguna la acción de Jack Ruby sobre Oswald. Al frente, Burt Lancaster y Robert Ryan, que planean milimétricamente todos los pasos con la introducción de errores de pura lógica. Aún así, la película resulta interesante, descriptiva en cuanto a la visión que se tenía a principios de los setenta sobre el hecho y, desde luego, valiente, porque fue la primera que se atrevió a hablar de este tema de forma abierta. Dalton Trumbo era así. No se pensaba demasiado a las teclas lo que iba a decir, pero lo decía sin ningún tapujo. Allí, el 22 de noviembre de 1963, se llevó a cabo una acción ejecutiva al más alto nivel empresarial.
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