jueves, 21 de marzo de 2024

EL CASO GOLDMAN (2023), de Cédric Kahn

 

Pierre Goldman fue un militante de izquierdas cercano a la revolución que fue acusado de cuatro asaltos a mano armada con resultado de muerte en el último de ellos. Él reconoció la autoría de los tres primeros, pero negó en todo momento la autoría del más sangriento. Esta película no trata de poner en antecedentes, ni de establecer un ambiente previo al proceso. Simplemente es el mismo juicio, con los únicos intervalos de los vis a vis que mantiene con sus abogados.

Esa ausencia de contexto se compensa con los testimonios que se suceden en la corte de justicia. Al igual que en Anatomía de una caída, se asiste al particular procedimiento de litigación francesa, permitiendo el careo de testigos con el acusado, interviniendo de uno u otro lado y realizando consideraciones que, en muchas ocasiones, se salen de lo meramente procedimental para adentrarse en la formación de una opinión según se favorezca a la acusación o a la defensa. Incluso el jurado puede formular preguntas en cualquier momento. Todo esto no es baladí porque el proceso estuvo mediatizado por la política en el que las fuerzas de izquierda presionaban para la liberación de Goldman mientras los sectores más conservadores eran partidarios de la cadena perpetua y, a poder ser, de la pena de muerte que, por aquel entonces, en 1974, todavía estaba vigente.

La primera consideración que se pasa por la cabeza de cualquier espectador es si es necesaria una película que, prácticamente, es una mera transcripción del juicio. A todos los efectos, no se airea la trama en ningún momento. Se llama a los testigos, se les somete al correspondiente careo y se dicta veredicto y sentencia. Goldman no era un individuo recomendable, desde luego, pero se pone de manifiesto el latente fascismo policial, la ambigüedad de muchas pruebas y de algún que otro testimonio, además de la evidente insidia de la acusación, burlándose de cualquier tipo de defensa que pueda esgrimir el acusado.

A todo esto, a lo que se asiste, es a una obra de teatro. Protagonista: el acusado. Como actores secundarios, el juez, los abogados, los testigos, todos con su momento de lucimiento, y una algarabía de los espectadores en la que es imposible apagar el murmullo ante la aparición de tantas dudas. El resultado es una película a la que se niega cualquier capacidad dramática al constreñir toda la acción en un solo lugar, sin recuerdos, ni recursos narrativos. Todo se cuenta y nada se ve. No se sabe realmente si el acusado es culpable o inocente y no deja de ser una especie de objetivo indiscreto que se ha introducido en la sala para que podamos escuchar de boca de los actores-actrices-testigos lo que pasó o lo que dejó de pasar mientras los letrados ponen en duda cada palabra.

El señor que ocupaba el asiento justo dos filas atrás se echó una buena siesta a juzgar por los sonoros ronquidos. Más que nada porque todo esto suena a bastante conocido. Denunciar la corrupción racista, descaradamente autoritaria de los estamentos policiales parece retrotraer de nuevo el famoso Caso Dreyfuss que tan certeramente retrató en 2019 el director Roman Polanski, y anteriormente, en 1991, Ken Russell en Prisioneros del honor. Nada nuevo bajo el sol. Da la impresión de que basta con quejarse con la suficiente fuerza como para armar ruido y que no haya demasiados escrúpulos en absolver de un crimen mayor a un individuo que se dedicaba a asaltar comercios a punta de pistola y que, por si fuera poco, fue considerado un intelectual de izquierdas por los dueños del buen pensamiento. Todo para conseguir una sentencia que, en el fondo, fue bastante inútil. Como esta película. 


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