Durante
bastantes años yo mismo estuve ayudando en una organización benéfica con
ramificaciones en el extranjero en donde se levantaban proyectos educativos,
sanitarios y económicos en países no desarrollados. A veces, algunos compañeros
se comprometían a ir a esos países para colaborar sobre el terreno y, cuando
regresaban, no dudaban en presumir de las heroicidades que habían hecho,
poniéndose en el centro del drama. De alguna manera, yo sentía que aquello dejaba
de tener valor por aquella presunción vacua y sin sentido. Cuando el corazón te
impulsa a la ayuda, no necesitas medallas.
Eso mismo es lo que le
ocurrió a Nicholas Winton cuando decidió sacar a todos los niños que pudo de
Checoslovaquia porque eran parte de colectivos muy vulnerables a las puertas de
la Segunda Guerra Mundial. Judíos, pobres, no parecían tener ningún futuro ante
la política expansionista de Adolf Hitler ante la mirada silenciosa del resto
de Europa. Después de aquello, guardó silencio. No necesitaba que nadie
reconociera que había salvado la vida de seiscientos sesenta y nueve niños. Y
no quería que se supiera. Sólo la natural curiosidad le impulsaba a saber qué
fue de ellos. La clave se la da un periodista que agitó las hojas de los periódicos
de la época con una frase que resulta tan convincente que no tiene respuesta
posible: “Contarlo no es jactarse”.
Winton tuvo que contar
su historia para localizar a los que había salvado. Prácticamente todos ellos
se quedaron en el Reino Unido, rehaciendo sus vidas a pesar de la separación de
sus padres. Y recibió homenajes y reconocimientos. Contarlo no es jactarse. No
sólo salvo a esos niños, sino que también fue el responsable de que las
generaciones posteriores tuvieran una oportunidad. El dispuso unos raíles de
ferrocarril que llevaron a todas esas víctimas inocentes hacia el cielo de
disfrutar de una vida que se apagaba en Centroeuropa.
No deja de ser
emocionante asistir a esta historia con dos actores como Anthony Hopkins y
Johnny Flynn encarnando a Nicholas Winton en dos fases distintas de su vida.
Ante el empuje de la juventud se halla la calma de la ancianidad. Es cierto
que, quizá, las escenas situadas en Praga, con la organización de esos trenes
que sacaban del país a esos cientos de niños, pueden carecer un poco de tensión
y que la parte más brillante se la lleva ese anciano que aún llora por los que
no pudo sacar en la fatídica fecha del uno de septiembre de 1939, cuando los
alemanes comenzaron la invasión de Polonia y estalló la mayor matanza que haya
conocido la Humanidad. Nos alegramos por él y por lo que consiguió, pero
también sufrimos con él por lo que no pudo hacer. Y nos entristecemos porque,
en muchas ocasiones, no somos capaces de ayudar a una sola persona de nuestro
entorno mientras que él pudo prolongar la vida de tantas personas que iban a
perder hasta el cuerpo en el que habitaban. El resultado es una película que
puede poner los pelos como escarpias porque ya se sabe que quien salva una
vida, salva el mundo entero. Nadie puede decir lo mismo. Tal vez porque muchos
fijan la mirada en la terrible noticia de alguna masacre, pero es incapaz de
mover un dedo para cambiar el fatídico destino de otras personas.
Y antes de poner un punto final de la crítica a una historia que merece ser vista, formularé una pregunta que no dejé de hacerme mientras la veía… ¿Por qué cada vez que aparece Anthony Hopkins en pantalla tengo unos deseos irresistibles de abrazarle? ¿Me pueden sacar de dudas?
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