viernes, 5 de abril de 2024

LA BESTIA (2024), de Bernard Bonello

 

Vivimos unos tiempos en los que algunos cineastas tratan de hacer trascendente algunas de sus obsesiones como si fueran algo novedoso e importante cuando, en realidad, el sustrato de su mensaje es de una simpleza casi sonrojante. Para ello, se valen de todos los recursos tintados con una impostación que llega a irritar como la desestructuración del relato, la introducción de diálogos supuestamente fundamentales, el cambio de idioma sin venir demasiado a cuento, el preciosismo arrogante y, algo que no falta, el uso de una música estridente que trata de abrir por la fuerza las puertas del cerebro del receptor. En este caso, todo se supedita a la supervivencia humana a través de la asfixia de la emoción. Y ésa es la verdadera bestia.

El director Bernard Bonello centra toda su narrativa en una actriz como Lea Seydoux a la que utiliza y reutiliza en continuos saltos temporales para acabar con la conciencia de un futuro en el que se somete a las personas a un presunto proceso de purificación para saber cuántas y cuáles han sido sus vidas anteriores. El resultado es un cuento de mortificación suprema en el que tarda dos horas y veintiséis minutos en contarnos lo que yo he hecho en unas pocas líneas. Y, además, cuela un mensaje en el que aparece él mismo diciendo que la película está dedicada a todos aquellos que aguantan todo lo aguantable sin salirse del cine. Todo es puro amor.

Ni que decir tiene que los franceses han quedado encantados con la pretendida verdad ficticia que cuenta Bonello. Tal vez porque el amor es el protagonista de todo el endiablado asunto, pero habría que preguntar qué es para cada uno ese sentimiento tan complejo y, a la vez, tan delicado que se prolonga a través de generaciones y sucesivas reencarnaciones para afrontar que, en el fondo, lo mejor que se puede hacer con él es ahogarlo hasta dejarlo sin aire, con sus confusiones, sus equívocos, sus juegos de cortejo repletos de sutilidad, su tragedia, la presencia continua de catástrofes que condicionan su desarrollo, con asfixias reales, con soledades insalvables, con destinos que, curiosamente, parecen escritos desde muchas vidas anteriores. Sólo falta, con el permiso de Bonello, poner un episodio en la época bélica de la Segunda Guerra Mundial. Eso hubiera sido la guinda del pastel y los franceses cantarían la venida al mundo de un nuevo mesías cinematográfico.

Quizá, lo más interesante de lo que propone Bonello, es la sumisión del cine a la pantalla verde de croma que hace que algo que es tan sumamente visceral, tan personal y tan sentimental, se convierta en algo que también es carente de emoción. La presencia de diseños informáticos desnaturaliza la principal función del cine que es la emoción a través del entretenimiento. Y aquí todo es tan enrevesadamente largo, insulso y prescindible que la película ni es emoción, ni es entretenimiento. En eso se lleva un diez.

Y es que el amor se reconoce en una confianza traicionada, en una salida atrancada, en una caricia sentida. La emoción no se puede ahogar tan fácilmente porque existe una memoria sensitiva que guarda celosamente todos los recuerdos con la fiereza de un lobo perdido en una civilización que trata de hacer que las máquinas sean humanas y que los humanos sean entes cibernéticos sin capacidad de aprender, de llevar a cuestas las mochilas de la experiencia, de tener en cuenta el miedo como medio para alcanzar la verdad externa e interna. Esto ha sido una bestialidad porque nadie quiere perder la emoción. Y, lo que es aún peor, nadie quiere que sus emociones sean islas en medio de un desierto de indiferencia. Y esta película despierta mucho de lo segundo.

2 comentarios:

Saldeniro dijo...

Bravo .Una reseña tan intensa y demoledora que ha despertado mi interés. Ya le reportaré ...

César Bardés dijo...

Lo espero con ansia. Quizá esté equivocado. ¿Quién sabe?