El destino tiene cosas
que acaban por ser un ejemplo de la picaresca. Imaginemos a un niño abandonado
en la cama de un caballero pudiente. Sorprendido, trata de hallar a los
responsables y acusa a los primeros que tiene a mano. Sin embargo, no es mala
persona, y tratará de educar al niño como un caballero. Puede que Tom no tenga
conductas propias de la época, pero sí que consigue ser un caballero. Tiene un
sentido de la justicia bienhumorado, sabe lo que está bien y lo que está mal,
lo pasa en grande, eso es verdad, y salta de jardín en jardín hasta que
encuentra a la mujer de sus sueños en Sophie Western. A partir de ahí, el
destino comienza a mover sus piezas de forma caprichosa, aunque sabe que, al
final, todo encajará a la perfección. Tom cae en desgracia, Tom debe marcharse,
Tom es agredido y asaltado, Tom llega a Londres. El chico, hay que reconocerlo,
es bien agraciado y no dice nunca que no a pesar de que su corazón sigue
perteneciendo a la ingenua Sophie. Las convenciones sociales son el principal
enemigo y Tom se dedica a volarlas con pólvora bien mechada. No obstante,
guarda una virtud sorprendente. Puede que no le gusten o no le importen las
reglas establecidas, pero tiene una ética que hace que no sea el típico
aprovechado, estúpido, lánguido y soso de su contrincante en el corazón de
Sophie. Ella no le ama, pero el taimado Blifil conspirará en contra de Tom.
Inglaterra se convierte en una cama y una de las conquistas de Tom puede que,
incluso sea su madre. Válgame el cielo, qué atrevimiento. Camisones al viento y
espadas desenvainadas, que un falso testimonio estará a punto de enviarle al
patíbulo. Tom es un buen hombre y eso escasea en la pérfida Albión.
Ninguno de los integrantes del equipo de la película quedó satisfecho con el resultado de la película. Basada en una novela picaresca de Henry Fielding, con adaptación del gran John Osborne, el director Tony Richardson pensó que, en cierto modo, era una traición a los preceptos del free cinema al que pertenecía. Al protagonista Albert Finney le pareció una película aburrida. Al ladino Blifil, interpretado por David Warner, le granjeó un buen puñado de enemistades porque se sintió maltratado. A la bellísima Susannah York no hubo quien la tosiera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, cuando se estrena, la película triunfa de forma arrolladora. Gana cuatro Oscars en 1963, entre ellos mejor película y mejor dirección, es el espaldarazo al free cinema. Su ritmo llega a ser frenético narrando las andanzas de este pícaro inglés del siglo XVII. La producción es espectacular, con una ambientación excepcional. Las interpretaciones de todos los actores son muy destacables, incluso la de Hugh Griffith, borracho durante la mayor parte del tiempo que duró el rodaje, como el padre de Sophie. Hay calidad, quizá algún momento algo desquiciado, pero Richardson no deja pasar la oportunidad de criticar a la sociedad británica de cabo a rabo y, de paso, tiene momentos de alta comedia y baja cama. Hoy en día, igual que el resto de esos jóvenes airados que revolucionaron la literatura, el cine y el teatro británico, permanece en el olvido. Y causó un impacto tremendo por su libertad, por su sana sinceridad, por su risueña osadía. Algo que, desgraciadamente, ya se ha perdido en los procelosos mares de lo políticamente correcto.
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