El Sargento Marty Maher
puede parecer un fracasado. Soñó con una vida de heroísmo y combate y se quedó
en los peldaños más bajos de la Academia Militar de West Point como instructor.
Y aún así tuvo que aprender a enseñar. No sabía boxear, y, sin embargo, se
calzó los guantes. No sabía nadar, y, no obstante, se deslizó sobre el agua.
Obró milagros en la labor más ingrata. Fue la semilla de la razón y del arrojo
que hizo mella en nombres míticos que, más tarde, pusieron en práctica todo lo
que el Sargento Maher les pudo enseñar en West Point. Incluso él tuvo la
sensación de que no se había enrolado en el ejército para eso, para enseñar a
unos cuantos imberbes los extremos más prácticos de su posterior labor como
oficiales. No enseñaba la teoría de la guerra según Von Clausewitz. No
desguazaba las estrategias del campo de batalla para que esos futuros jefes
tuvieran la mirada amplia que distingue a los profesionales. Sólo se quedó
allí, en West Point, apreciando las evoluciones de sus chicos y asistiendo, año
tras año, a las graduaciones. Era un don nadie que fue todo para muchas
generaciones.
Detrás de su uniforme y
de sus sueños no cumplidos, había una mujer admirable que sabía cuáles eran sus
puntos más débiles. Si el ánimo del Sargento Maher flaqueaba, allí estaba ella
para decir la palabra justa, o para organizar cualquier cosa que hiciera que la
moral estuviese alta. Ella fue la General del ejército del empuje del Sargento.
Una oficial imprescindible que mandaba tropas para luchar contra el desaliento,
o contra la decepción, o contra cualquier cosa que hiciera mella en el interior
de ese Sargento que fue leyenda dentro de la institución. Con su mirada, con
sus ademanes, con sus gestos y su toque siempre teñido de moderación. Marty
Maher no hubiera existido si ella no hubiese estado.
John Ford puso mucho cariño en esta película porque reflejó en ella su admiración por la vida castrense. No porque fuera un belicista, porque no lo era. Sólo era un tipo que apreciaba las relaciones fuertes que se originan en un ambiente de convivencia en pos de un objetivo común. No era fascista, ni mucho menos. Sólo era alguien que creía que los grandes hombres se forjan a través de figuras que pasan desapercibidas para la mayoría y en esta película realiza un homenaje a todos aquellos que ponen los cimientos para los que se llevan el oropel y la gloria o, también, el fracaso e, incluso, la muerte. Para ello, es notable la atención que presta a las interpretaciones de Tyrone Power en uno de los mejores papeles de toda su carrera (y frecuentemente olvidado) y de Maureen O´Hara mientras se preocupa de una puesta en escena cuidada, realizada con esmero, con un punto de lírica en el corazón y unos cuantos poemas de pérdida. Así era el maestro. Nunca se cita este título como uno de los más importantes de su filmografía y, aún así, quizá sea un compendio de lo que él pretendía transmitir, de eso mismo que él guardaba en el interior y que tanto le molestaba que otros descubrieran. Por eso, querido Almirante, le pido disculpas. Tenga por seguro que en estas líneas sólo yace la admiración, el respeto y la seguridad de su valentía al mostrar que, en el camino del éxito, se resbalan muchas, muchas lágrimas.
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