Con esta invitación a cenar, vamos a echar el cierre al blog hasta el martes día 2 de abril con motivo de la Semana Santa. No dejéis de ver e ir al cine. Todas las cenas para el espíritu están en él.
Hay que ponerse las
mejores galas para una de esas cenas de alta sociedad que, al día siguiente,
merecerán una nota destacada en la sección de frivolidad de cualquier diario de
Nueva York. La elegancia es algo que se debe llevar en el exterior, demostrarla
y, si es posible, restregarla en la cara de todos aquellos que se creen la
reoca con tal de lucir su smoking o su vestido de gala. Sin embargo, no es
demasiado cierto. La elegancia no es un término que se pueda aplicar al
exterior de nuestra apariencia física. Eso lo puede ser cualquiera. La
elegancia es un concepto que, tal vez, sea muy difícil de ver porque se lleva
en el interior, en lo más profundo de nuestro comportamiento. Tal vez, un actor
está nadando en océanos de alcohol en la soledad de su habitación de hotel
porque ya se ha dado cuenta de que no sirve de nada poseerla y que no siempre
se puede mantener. Muchas mujeres han pasado por sus brazos y no ha conseguido
atisbar la felicidad. Muchos éxitos se han posado en sus méritos y ya puede que
el miedo se haya instalado en su ansiedad. Por otro lado, puede que un
especulador, un constructor de cemento y dinero quiera ganarse el favor del más
favorecido y no tenga ningún problema en decir las cosas como las piensa, a
pesar de que no sean el distintivo de una buena educación. O una chica sin nada
en la cabeza más allá de ese polígono de escalada de forma rectangular que se
halla en todos los dormitorios del mundo, no tenga ningún problema en
demostrarlo cada vez que abre la boca…
El microcosmos de los
dineros llenos, de las arrogancias sublimes, de las ruinas escondidas…porque
también hay quien está pasando un momento malo en las finanzas y la única
salida sea convertirse en una mala persona. Y deberá decidirse en esa cena. No
faltará tampoco la natural ironía de una dama entrada en años que se lo sabe
todo y aún guarda el alma limpia sin renunciar a desparramar algo de veneno por
los brillantes suelos de los grandes salones… George Cukor hizo una película
extraordinaria que, en su día, quiso ser deudora de Gran Hotel y que, sin embargo, ha envejecido mucho mejor, con un
diseño de personajes superior en todos los sentidos y con unos diálogos en los
que ya se empieza a notar el distanciamiento con las frases ingenuas y a la
ligera de algunas primeras obras del sonoro. El resultado es una película que,
a primera vista, puede parecer un folletín de altas finanzas y bajas pasiones,
pero que acaba por ser una disección crítica, tremendamente ácida, de la
burguesía americana que ha sobrevivido a la crisis del veintinueve. Ágil,
trágica, cómica y sincera, no deja de ser cierto que Cukor cuenta con un
reparto de primera línea en el que destaca Marie Dressler, pero también Jean
Harlow, Lionel Barrymore, atrapado entre sus convicciones empresariales y
personales, Wallace Beery, basto y brutal y, por supuesto, John Barrymore
interpretándose a sí mismo, ahogado en las cuatro paredes de una habitación de
hotel y acostado sobre un colchón de alcohol.
Al final, todos los comensales se irán satisfechos. Unos habrán llenado el estómago. Otros, habrán asegurado la abundancia de sus bolsillos, y aún otros, sencillamente, perderán y tendrán que digerir una derrota total. Sin paliativos, con una ventana abierta y una llamada a la puerta. Y hay que abrir para ver esta película.
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